Elías Farache S
El lenguaje que se utiliza en política, hoy día, es muy violento. Es algo que sucede en casi todas partes del mundo. Los rivales de turno se dicen barbaridades. Desde descalificaciones personales y familiares, hasta insultos poco acordes con la investidura que tienen.
En Israel resultan muy comunes las descalificaciones mutuas. Acusaciones y un tono de muy poco respeto por las personas y luego por las instituciones. Bajo el manto sagrado de la libertad de expresión, se dicen cosas y se entablan discusiones que desdicen mucho de quienes las dicen. Pero esta corriente permanente de insultos, faltas de respeto frecuentes, terminan permeando a toda la sociedad. La polariza y la induce a actitudes y acciones peligrosamente violentas.
Además de las guerras que se viven en la actualidad, guerras que parecen no tener fin, pero sí perdedores, se suman campañas electorales y enfrentamientos constantes entre quienes adversan posiciones ideológicas o simplemente pertenecen a bandos distintos del espectro político. El ejercicio de la libertad de expresión se convierte en una forma brutal de ataques que desfiguran el panorama para el ciudadano común. Un ciudadano que quisiera confiar en quienes aspiran cargos de responsabilidad.
En los Estados Unidos de América el debate electoral y el intercambio entre los candidatos a presidente no ha sido nada edificante. La forma como se dirigen uno a otro, y el ambiente que se va generando, no dan para nada bueno. Justo cuando se escribe esta nota, estamos siendo impactados por un atentado contra el expresidente y candidato Donald Trump. Un hecho que desconcierta y añade más incertidumbre a los Estados Unidos y al mundo que tanto depende de una potencia donde prive la cordura.
El atentado a Donald Trump impacta, pero no sorprende. Esto es muy lamentable.
Por muchos años, demasiado tiempo, se ha venido alimentado y desarrollando un modo de intercambio de ideas y posiciones, de presentación de puntos de vista y críticas, que terminan promoviendo la violencia. Una violencia verbal que se puede ir desbordando a violencia física.
Cuando esto ocurre en la primera potencia del mundo, que se jacta de su nivel de democracia y de institucionalidad, resulta muy preocupante por el efecto que pueda tener en otras localidades. Cuando vea las barbas de tu vecino arder, pon las tuyas en remojo. En Israel, el debate político, a merced de una guerra que no se puede terminar como todos quieren y nadie puede, ha alcanzado niveles de peligrosidad.
Muchos acusan, y se acusan unos y otros de incitación a la violencia.
En los Estados Unidos hay varios intentos de magnicidio. En Israel, el asesinato de Rabin es un recuerdo muy poco edificante. No se está exento de los peligros de la violencia física y sus consecuencias, todas devastadoras para la sociedad y sus países. ¿En qué se está fallando que se ha perdido la majestad de los cargos y el respeto a las autoridades? La libertad de expresión, estrictamente necesaria y garante de la acción contralora sobre autoridades y gobernantes, no debe ser confundida con un patente de corso para hacer lo que venga en gana.
La degradación del debate político es tan evidente que, en días pasados, cuando el primer ministro saliente de Gran Bretaña, Rishi Sunak, le daba la bienvenida y felicitaciones a su contrincante vencedor, Keir Starmer, esto parecía más una excepción que la norma de rigor. Sorprendía la calidez y buenos deseos de Sunak para Starmer. Algo que no parecemos esperar de quien sea que le entregue a su sucesor en Estados Unidos o Israel, en casi cualquier caso. Lamentable, pues esto se repite en demasiadas latitudes.
La violencia verbal, el irrespeto comunicacional, es el precedente de la violencia física, de la anarquía hasta irreversible. La máxima de otrora que rezaba que del dicho al hecho hay mucho trecho, no es tan cierta en nuestros días de comunicaciones en tiempo real, redes sociales y censura inexistente. De las palabras indebidas a las acciones indebidas, no hay mucha distancia.
Del dicho al hecho… no hay tanto trecho.