La novelista Audrey Magee traza una alegoría sobre los colonialismos ambientada en una isla donde se concentran los últimos hablantes puros del irlandés
“EL IRLANDÉS ERA DE POBRES, IDIOTAS Y ANALFABETOS”
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Begoña Gómez Urzaiz

Si uno crecía en Irlanda en los años setenta, no lo tenía fácil para escapar a la Historia, con todas sus pesadas mayúsculas. Audrey Magee (Enniskerry, 1966) lo entendió pronto. Antes de llegar a la adolescencia ya había pasado por dos sucesos que le marcaron. Uno fue el asesinato de Lord Mountbatten por parte del IRA, en agosto de 1979. Magee, entonces una adolescente, acababa de estar ese mismo verano en Francia, en la costa bretona, como parte de un intercambio escolar. Allí todo olía, se sentía y se veía muy parecido a Irlanda, con una diferencia fundamental: no había violencia. El atentado contra Mountbatten, el primo favorito de Isabel II y antiguo gobernador general de la India, tuvo otras tres víctimas, entre ellas dos chicos de una edad similar a la de Magee, el nieto del militar, Nicholas Knatchbull, de 14 años, y un chico del condado que atendía en las labores de pesca, Paul Maxwell, de 15. Ambos fallecieron al instante por heridas de la bomba que el IRA hizo detonar en el barco de pesca de la familia. “Aquello me hizo pensar que, si hubiéramos estado en Francia, esa gente simplemente hubiera seguido pescando. Y que a mí esa violencia me estaba determinando. Marcaban mi relación con el país, con la bandera, con la lengua irlandesa ¿Yo realmente quería que chicos de 14 y 15 años muriesen por mí? En Irlanda nos parece muy bien beneficiarnos de la violencia de 1916 [año de la independencia del país], pero no tanto de la de 1979”, reflexiona la autora en una reciente visita a Barcelona.

El segundo hecho dramático que también le hizo tomar conciencia de su lugar en el mundo fue la muerte de Anne Lovett, una adolescente que murió mientras paría, sola, en una cueva, un bebé que años después se supo que era fruto de la violación por parte de un cura de su pueblo. “Ahí entendí que eso es lo que te pasa cuando eres mujer y las cosas te salen mal en Irlanda”. Algunas de sus compañeras de colegio, ya en los años 80, eran llevadas a la fuerza a Inglaterra cuando se quedaban embarazadas, a gestar un bebé que después daban a la Iglesia.



Más tarde, y con todo eso bullendo en su cabeza, Magee se hizo periodista –vivió un tiempo en Bélgica y le tocó cubrir para The Irish Times todo el proceso de paz en Irlanda del Norte– y después autora de ficción. La colonia (Sexto Piso / Periscopi) es su segunda novela y se podría calificar, como han hecho muchos críticos, como una metáfora sobre las distintas formas de colonialismo –principalmente, el británico y el francés– si no fuera porque decir eso, reducir la historia a una fábula simbólica, parece que achata la ambición narrativa del texto. En una isla sin nombre, que Magee construyó en su imaginación mezclando varios territorios como las remotas islas de Aran, viven los últimos hablantes puros del irlandés, algunos de ellos no contaminados por el inglés.

En cuatro generaciones de la misma familia se ve ese desarrollo, o esa decadencia, según se mire: desde la matriarca, Bean Uí Néill, que no habla inglés, a su bisnieto de 15 años, Seamus, que se hace llamar por la versión anglo de su nombre, James. En el verano de 1979 llegan a esa isla ficticia dos forasteros: un francés, JP Masson, que es viejo conocido de los lugareños, lingüista empeñado en salvar la lengua irlandesa, y Lloyd, un pintor inglés también en busca de lo auténtico, que en teoría ha ido a pintar paisajes pero pronto empieza a retratar a “los isleños” como un Gauguin en el Atlántico. Su interés principal es Mairéad, la madre de Seamus, una viuda de pescador fallecido en el mar que posa para Lloyd semidesnuda mientras se acuesta con Masson, para disgusto de su cuñado, Francis, que da por hecho que la viuda de su hermano le pertenece.

A la autora le cae especialmente bien Mairéad, y se nota. “Desde el principio de la novela, sabía que Mariéad, una mujer de mediana edad, tendría una vida sexual activa. Todavía existe esta idea de las mujeres irlandesas traumatizadas por el sexo”, dice Magee, que define ese personaje como representante simbólico de una segunda oleada de colonización. “Cuando se va el colonizador, lo que deja es un país vacío y muy pobre. ¿Cómo construyes escuelas?, ¿Cómo te las apañas? No había Unión Europea, no había Banco Central. Todo lo que teníamos era el Vaticano. La Iglesia Católica hizo cosas extraordinarias en Irlanda, poniendo en pie todo un sistema de asistencia social, pero el precio lo pagaron las mujeres irlandesas, los homosexuales, hombres y mujeres, y los niños de los que se abusó. Fue un precio enorme, las mujeres tuvieron que entregar el control de su comportamiento sexual”.



En la novela, para sorpresa de nadie, el inglés y el francés no se soportan. Dividen su territorio sin consultar a los isleños y alteran la vida del territorio. Mientras que Lloyd espera que todos hablen inglés para su comodidad, Masson se desespera porque mantengan el irlandés. Él mismo, hijo de francés y argelina, arrastra trauma cultural respecto a la multiculturalidad. “En esa batalla, Lloyd está siendo utilitario y Masson cree que la lengua está íntimamente unida al alma de los isleños. Pero lo que él quiere es que la isla permanezca intacta para seguir yendo todos los veranos y encontrarla igual. Eso está en el corazón del colonialismo, pero también en la industria moderna del turismo”.

Magee optó por dejar sin traducir las frases que los personajes se cruzan en irlandés (utilizó un dialecto concreto, el de Dú Chaocháin, del condado de Mayo), algo que sus editores, de Londres, no veían al principio con buenos ojos. “Les dije que por qué les resultaba un problema dejar frases en irlandés y no decían lo mismo con el francés o con el latín, que también están en la novela”. Su propia historia con la lengua irlandesa es la misma que la de muchas personas de su generación. No la hablaban en casa. Estudió apenas las nociones básicas obligatorias en el colegio. Y, a pesar de ser una enamorada de los idiomas desde los 13 años que habla francés y alemán con fluidez –“y con eso puedes ir a Italia, a Rumanía, a Dinamarca, a Holanda, con eso te mueves por Europa”, dice– nunca sintió la llamada de aprender irlandés, hasta hace muy poco. “Estaba muy politizado. En la escuela nos hacían leer un cuento en irlandés, una especie de historia existencial de una mujer que crecía en una roca en el Atlántico. Me encantaba pero nunca lo hubiera admitido ante mis compañeros. No era cool”. Para explicar esa diglosia se remonta a Enrique VIII: “Cuando él llegó a Irlanda se aseguró, como todo colonizador, de que la lengua local fuera la lengua de los estúpidos, de los pobres y los analfabetos”. Su hija de 24 años, sin embargo –“un bebé de los acuerdos de Viernes Santo”, crecida sin memoria del conflicto– tiene una actitud mucho más positiva y curiosa hacia la lengua de la que tenía ella a su edad.



Los capítulos de ficción se alternan en el libro con páginas en las que se describen, con la austera sequedad de un teletipo de agencias, distintas acciones cometidas por el IRA, por los comandos paramilitares protestantes y el propio Ejército británico. Decenas de muertes irlandesas que no se mezclan con el relato de la novela hasta que mueren esos dos chicos que iban en el barco con Mounbatten. “Dos chicos, de la edad de James”, lamentan Mairéad y su madre. “Aléjate de esto, James”, piensan.

En ese momento, dice Magee, los irlandeses de la República tuvieron que dejar de fingir que lo que pasaba en el Norte no iba con ellos. “Ese atentado fue un éxito para el IRA, para una organización de guerrilla, pero mucha gente al Sur de la frontera pensó: esto no va de una Irlanda unida”. Paradójicamente, Magee escribió La colonia con un trasfondo político que volvió a abrir heridas en Irlanda, el Brexit. Tras esa quiebra, volvió a la circulación del debate político la idea de la Irlanda unida. ¿Cree que llegará a verla? “Hubo desde luego un brote de excitación sobre eso en 2016 pero tras los acuerdos se ha estabilizado la nave y es complicado. Hace falta un movimiento potente y apoyo de Europa, que está ahora por otras cosas. Es complicado”.

¿Echa de menos escribir sobre estas cosas en los periódicos?

“Para nada”.

La Vanguardia
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