Julie Turkewitz
Fotografías: Federico Rios, en el Tapón del Darién, y Simón Posada, en Bogotá, colaboraron con la reportería
A cada paso en la selva hay oportunidad de hacer dinero.
El trayecto en lancha para llegar al bosque tropical: 40 dólares. Un guía que te lleva por la ruta peligrosa cuando empiezas a caminar: 170 dólares. Alguien que carga tu mochila en las lomas lodosas: 100 dólares. Un plato de pollo con arroz tras un día de escalar laboriosamente: 10 dólares. Paquetes especiales con todo incluido para que el esfuerzo riesgoso sea más rápido y soportable (con tiendas, botas y otros básicos): 500 dólares, o más.
Ahora, cientos de miles de migrantes atraviesan a raudales un delgado tajo de la selva conocido como el Tapón del Darién, la única ruta terrestre a Estados Unidos desde América del Sur. Es un movimiento de proporciones históricas que el gobierno de Joe Biden y el gobierno de Colombia han prometido detener.
Pero aquí, en el borde del continente, las ganancias simplemente son demasiado grandes como para ignorarlas y los emprendedores que persiguen la bonanza migrante no son contrabandistas clandestinos que se esconden de las autoridades.
Son políticos, empresarios destacados y líderes electos, que diariamente y a plena luz del día envían a miles de personas migrantes hacia Estados Unidos y a cambio cobran millones de dólares mensuales por ese privilegio.
“Hemos organizado todo. Los lancheros, los guías, los cargabolsos”, dijo Darwin García, miembro electo de una junta de acción comunal y exconcejal de Acandí, un municipio colombiano en donde empieza la selva.
A un pueblo pobre como el suyo, dijo, la gran cantidad de migrantes dispuestos a arriesgarlo todo con tal de llegar a Estados Unidos, es “lo mejor que le puede pasar ahora mismo”.
El hermano menor de García, Luis Fernando Martínez, líder de una asociación local de turismo, es en la actualidad uno de los principales candidatos a la alcaldía de Acandí y defiende el negocio de la migración como la única industria rentable en un lugar que, “anteriormente”, dijo, “no tenía una vocación económica definida”.
El Tapón del Darién se ha transformado con rapidez en una de las crisis políticas y humanitarias más urgentes del hemisferio occidental. Lo que hace unos años era un flujo a cuentagotas ahora se ha convertido en un torrente: más de 360.000 personas ya cruzaron la selva en 2023, según el gobierno de Panamá, superando el récord casi inimaginable de 250.000 del año pasado.
En respuesta, Estados Unidos, Colombia y Panamá
firmaron un acuerdo en abril para
“poner fin al movimiento ilícito de personas” por el Tapón del Darién, una práctica que
“conduce a la muerte y a la explotación de personas vulnerables con ganancias significativas”.
Hoy en día, dichas ganancias son más grandes que nunca: solo este año, los líderes locales han recaudado de los migrantes decenas de millones de dólares en una enorme operación de movimiento humano, que, según los expertos internacionales, es más sofisticada que cualquiera que hayan visto.
“Hay una economía bonita”, dijo Fredy Marín, quien fuera concejal en la municipalidad vecina de Necoclí y que maneja una empresa de lanchas que transporta migrantes en su trayecto a Estados Unidos. Dice que mensualmente traslada a miles de personas y que cobra 40 dólares por persona.
“Lo que primero era una problemática”, dijo refiriéndose a las numerosas personas migrantes que empezaron a llegar en los últimos años, “se ha convertido en una oportunidad”.
En meses recientes, diplomáticos estadounidenses han visitado las ciudades cercanas al Tapón del Darién, recorriendo las calles polvorientas y estrechando las manos de Marín, García y otros que lideran el negocio migratorio. Funcionarios de la Casa Blanca dicen que consideran que el gobierno colombiano está cumpliendo con su compromiso de combatir la migración ilícita.
Pero en el terreno lo que sucede es lo contrario. Durante meses, The New York Times ha estado en el Tapón del Darién y en algunos municipios circunvecinos, y ha atestiguado que el gobierno nacional tiene aquí, en el mejor de los casos, una presencia marginal.
Cuando se llega a ver a las autoridades nacionales, a menudo están haciendo pasar a los migrantes o, en el caso de la policía nacional, chocando puños con los hombres que venden costosos paquetes de viaje para atravesar la selva.
El coronel William Zubieta, el principal funcionario policial de la región, dijo que su trabajo no era detener el paso de migrantes. Más bien, argumentó que el control correspondía a las autoridades migratorias del país.
“Desafortunadamente no lo tienen”, dijo.
Gustavo Petro, el presidente de Colombia, reconoció en una entrevista que el gobierno nacional tenía poco control de la región. Petro añadió, sin embargo, que de todas formas su meta no era detener la migración por el Darién, a pesar del acuerdo suscrito por su gobierno con Estados Unidos.
Después de todo, argumentó, las causas de esta migración eran “producto de medidas contra pueblos latinoamericanos mal tomadas”, en especial de Estados Unidos, señalando las sanciones de Washington impuestas a Venezuela.
Dijo que no tenía intenciones de enviar “caballos y látigos” a la frontera para resolver un problema que su país no había causado.
En ausencia del gobierno de Colombia, los líderes locales han decidido encargarse de la migración.
Hoy en día, el negocio lo manejan integrantes electos de la junta de acción comunal como García, a través de una organización sin fines de lucro fundada por el presidente de la junta y su familia. Se llama Fundación Social Nueva Luz del Darién, y se encarga de gestionar toda la ruta desde Acandí hasta la frontera con Panamá, fijando precios por el trayecto, recaudando tarifas y operando extensos campamentos en medio de la selva.
La fundación ha contratado a más de 2000 guías locales y cargadores de mochilas y los ha organizado en equipos con camisetas numeradas de distintos colores —verde viche, mantequillo, azul cielo— como si fueran integrantes de una liga amateur de fútbol.
Las personas migrantes pagan por lo que la fundación llama “servicios”, entre ellos el paquete básico de guía y seguridad por la frontera, a 170 dólares. Después, un “asesor” de migración procede a ponerles en la muñeca dos brazaletes de papel como comprobante de pago.
García aseguró que las labores de la fundación son legales, en parte porque guían a las personas hacia una frontera internacional, pero no las cruzan.
Algunas autoridades se preguntan si bajo la apariencia de una organización sin fines de lucro la fundación lleva a cabo una operación de tráfico de personas. Un funcionario de derechos humanos responsable de monitorear la situación en el municipio de Necoclí culpó de la crisis a la negligencia de los líderes nacionales y añadió que no existía algún incentivo para que las autoridades hicieran algo para detenerla porque gracias a ella ganaban dinero.
Incluso el hermano de García, el candidato a la alcaldía, dijo que le gustaría que el gobierno nacional aclarara cuál era la delgada línea jurídica en la que operaban los habitantes locales que se dedican a la industria migratoria.
“Nos encontramos con que van a pasar cien, doscientas, trescientas mil, quinientas mil personas” por la ciudad, dijo Martínez. “¿Qué hacemos?”.
Sobre el negocio se cierne un grupo armado y de narcotraficantes grande y poderoso llamado Autodefensas Gaitanistas de Colombia, a veces conocido como Clan del Golfo. Su control sobre esta parte del norte de Colombia es tan absoluto que la Defensoría del Pueblo, el ómbudsman del país, dice que el grupo es el actor armado “
hegemónico” de la región.
En un informe reciente, la defensoría acusó al grupo de ejercer “gobernanza criminal” en la zona, indicando que lo que sucede aquí debe contar con la bendición del grupo.
García, miembro de la Junta de Acción Comunal, reconoció que el grupo “pone la seguridad” en la zona pero insistió en que la fundación era una entidad completamente independiente.
“Yo no hago parte del Clan del Golfo”, dijo.
En un comunicado, el grupo armado dijo no beneficiarse “de ninguna manera” del “negocio que trafica con las ilusiones de los migrantes”.
Petro, el presidente de Colombia, desestimó esta idea y aseguró que el Clan del Golfo ganaba 30 millones de dólares anuales por concepto del negocio migratorio.
En la frontera de la selva, las transacciones saltan a la vista.
Antes de ingresar a la selva, los migrantes deben pagarle al grupo armado un impuesto distinto de alrededor de 80 dólares por persona a cambio del permiso para cruzar por el Darién, según varias personas que recaudan la cuota en Necoclí.
Una vez que los migrantes pagan, dicen los recaudadores, incluso se les da un recibo: una pequeña pegatina, a menudo una bandera estadounidense, en el pasaporte.
DOMAR LA SELVA
La selva del Darién, con su espesura, calor y propensión a las lluvias torrenciales, con sus ríos salvajes y montañas escarpadas, funcionó durante generaciones como una extensa barrera natural entre América de Norte y América del Sur, obstaculizando el flujo de personas hacia el norte.
Históricamente, las guerrillas y otros grupos armados han empleado la densa selva para guarecerse y para contrabandear drogas y en ocasiones han atacado a quienes se atreven a pasar. El terreno y la amenaza de violencia solían mantener a raya a todos, salvo a los más desesperados.
Pero en los últimos años, una mezcla de crisis y política —como la agitación en
Venezuela,
Haití y ahora
Ecuador—, así como la devastación económica de la pandemia y las regulaciones de visa que impiden que muchos migrantes simplemente tomen un avión hacia México u otros países, han ocasionado un
gran aumento en la cantidad de personas que caminan de América del Sur hacia Estados Unidos.
Ahora, con sus campamentos, restaurantes, cargadores de mochilas y guías, la Fundación Social Nueva Luz del Darién está contribuyendo a que esa barrera natural se convierta en algo mucho más transitable.
Esta nueva economía, operada en parte por líderes electos, ha actuado como un acelerante y ha servido para que una cantidad récord de personas se animen a emprender —y pagar— la travesía.
Solo en agosto, casi 82.000 personas emprendieron el recorrido por el Darién, según las autoridades panameñas, de lejos el mayor total mensual del que se tiene registro.
Son tantas las personas que pasan por la selva que Panamá y Costa Rica han indicado que
no son capaces de manejar el flujo. La principal funcionaria de migración de Panamá, Samira Gozaine, incluso amenazó con cerrar la frontera con Colombia.
La inestabilidad política se va acumulando hasta Estados Unidos. Luego de una
breve caída este año, las detenciones de migrantes en la frontera estadounidense han vuelto a aumentar y se ha registrado
una cifra histórica de familias que cruzan.
Los colombianos que transportan migrantes por la selva aseguran que brindan un servicio humanitario. Dicen que, empujadas por la violencia, la pobreza y la inestabilidad política en sus países de origen, las personas que migran intentarán llegar a Estados Unidos de todas formas.
Por eso, líderes colombianos aseguran que la profesionalización del negocio migratorio puede prevenir que los municipios empobrecidos queden saturados por cientos de miles de personas necesitadas, ayudar a los migrantes a cruzar la peligrosa frontera con mayor seguridad y, de paso, impulsar a sus propias economías.
Las muertes de migrantes en la porción colombiana del Darién ahora parecen ser relativamente pocas, dijeron los trabajadores humanitarios, debido a que incluso el grupo armado Gaitanista, o Clan del Golfo, se ha dado cuenta de que la mala reputación del Darién le hace daño al negocio. Las autoridades locales dicen que el grupo ha establecido una política a fin de seguir captando clientes: cualquiera que robe, viole o mate a un migrante enfrentará un castigo y posiblemente hasta la muerte.
Pero el Darién sigue siendo peligroso, con enfermedades como la malaria y el dengue que acechan a los migrantes en “una prueba grotesca de supervivencia”, dijo Carlos Franco-Paredes, médico que estudia la travesía.
Además, la fundación solo guía a los migrantes durante una parte del camino, y los dejan en la frontera con Panamá. Muchas veces, en este punto, no les queda comida ni dinero, y tienen todavía días de caminata por delante para atravesar una parte de la selva aún más peligrosa que la que ya han soportado. Solo el año pasado, en la porción panameña del Darién, las Naciones Unidas contabilizó más de 140 muertes de migrantes, casi el triple que el año anterior. Al menos el 10 por ciento de las muertes eran de niños.
Petro, el primer presidente de izquierda de Colombia,
llegó al cargo el año pasado con la promesa de ayudar a zonas del país históricamente olvidadas, como las comunidades que ahora se encargan de los cruces de la selva.
En la entrevista, Petro dijo que nunca había oído hablar de la Fundación Social Nueva Luz del Darién. Sin embargo, al igual que las personas que dirigen el negocio de la migración, caracterizó su enfoque no intervencionista de la migración como un enfoque humanitario.
La respuesta a esta crisis, dijo, no era ir “persiguiendo migrantes” en la frontera u obligarlos a entrar en “campos de concentración” que les impidan intentar llegar a Estados Unidos.
“Yo diría sí, ayudo, pero no como tú piensas”, dijo Petro sobre el acuerdo con el gobierno de Biden, ambicioso pero escaso en detalles. Dijo que cualquier solución a la cuestión tenía que centrarse en solucionar “el problema social de los migrantes, que no es de Colombia”.
Petro calcula que medio millón de personas cruzarán el Darién este año, dijo, y luego un millón el año que viene.
Al otro lado de la brecha del Darién, las autoridades panameñas están furiosas y acusan a los “países del sur” de eludir “la debida responsabilidad” para detener a las personas que se dirigen al norte.
“No hay nada humanitario en esta movilidad irregular”, declaró Gozaine, la responsable panameña de migración, en una reciente conferencia de prensa. “Los niños que mueren en la selva, las mujeres violadas, los hombres violados, la gente asesinada”.
CRISIS, LUEGO AUGE
Los barcos salen cada día del extremo oriental de Necoclí, y sus muelles están llenos de personas de todo el mundo, no solo del hemisferio occidental, sino también de lugares tan lejanos como India, China y
Afganistán.
“¡Viaja seguro!”, decían con un micrófono los empleados de Marín. “¡Viaja feliz!”.
En su despacho, donde una condecoración de la policía nacional cuelga de la pared, Marín dice estar orgulloso de formar parte del sector que se ha convertido en el empleador más importante de la región.
Justo fuera se alza un nuevo proyecto de construcción, que pronto será una gasolinera que abastecerá de combustible a sus lanchas con más rapidez que nunca.
Las ciudades colombianas de la ruta migratoria hacia la selva son bellas pero pobres: remotas, tropicales y caribeñas. Más de la mitad de sus habitantes viven por debajo del umbral de la pobreza. Muchos son víctimas de la guerra que ha asolado el país
por décadas, obligados a vivir entre grupos criminales por generaciones. La pesca, el turismo y la extracción informal de oro han sido durante mucho tiempo sus principales fuentes de ingresos.
Pero en 2021, las ciudades empezaron a cambiar rápidamente. Miles de haitianos
empezaron a llegar, huyendo de la inestabilidad que no hizo más que empeorar tras el asesinato de su presidente.
De repente, los ya precarios sistemas de alcantarillado, agua y electricidad de la región se vieron desbordados. Las playas se saturaron de tiendas de campaña de migrantes, lo que ahuyentó a una industria turística que ya enfrentaba dificultades.
Según los dirigentes locales, las peticiones de ayuda al gobierno nacional cayeron en saco roto.
Marín, entonces concejal de la ciudad, fue uno de los primeros en emprender algo grande, al convertir la crisis en oportunidad cuando tomó el mando de la compañía de lanchas, Katamaranes S.A.S., con el objetivo de trasladar a los migrantes al Darién en su camino hacia Estados Unidos.
Desde entonces, Necoclí, que solía ser un tranquilo pueblo playero que ofrecía cócteles dos por uno, excursiones por la naturaleza y paseos marítimos a los turistas, se ha transformado.
A cualquier hora del día o de la noche llegan a la ciudad autobuses privados con migrantes que se han enterado de la ruta del Darién a través de Facebook, WhatsApp y TikTok, los servicios de publicidad de facto para el viaje.
Las calles de Necoclí ahora están llenas de gente que habla mandarín, persa y nepalí. Los lugareños que tienen carretas de madera se ganan la vida vendiendo tiendas de campaña endebles, repelente de serpientes y botas de goma tamaño infantil. Trabajadores humanitarios con chalecos de lona patrullan las calles ofreciendo un poco de ayuda: botellas para agua, pañales, protector solar.
Un folleto de instrucciones plastificado atado a la caja registradora de un supermercado ofrece consejos para cruzar la jungla. Un mapa marca en rojo los lugares habituales de “asaltos violentos y violaciones”.
Hay hostales nuevos por todas partes. En una región tan pobre que las carretas de caballos aún surcan las calles, las motocicletas caras suenan por la ciudad y vehículos todoterreno de 100.000 dólares ruedan junto al mar.
Los migrantes más pobres llegan a pie y acampan en la playa. La mayoría procede de Venezuela, país sumido en una
crisis económica y humanitaria desde hace casi una década y en donde hay pocos indicios de que el líder autoritario del país, Nicolás Maduro, vaya a abandonar el poder pronto.
Muchos de los migrantes venezolanos se congregan frente a un comedor social con techo de paja abierto hace solo unos meses por un grupo de ayuda. Aquí, los niños que esperan su comida a base de frijoles y arepas muestran signos de desnutrición: extremidades delgadas, cabello amarillento.
Francis Sifontes, de 32 años, estaba en la fila del desayuno. En Venezuela, ganaba tan poco trabajando para el programa gubernamental de distribución de alimentos que su esposo se había visto obligado a mendigar en la calle.
En la indigencia, la familia se trasladó a Colombia, donde durante un tiempo cortaron caña de azúcar, un trabajo agotador por el que les pagaban 5 dólares al día.
Sifontes había llegado a Necoclí tres semanas atrás, con su esposo, su hijastro y sus cuatro hijos pequeños. A fin de ganar dinero para el resto del viaje, habían encontrado trabajo en la nueva microeconomía de la región, comprando pequeños productos a granel de los comerciantes locales —bolsas de basura de plástico, encendedores baratos— y vendiéndolos a otros migrantes por un margen de 20 o 30 centavos de dólar la pieza.
Por la noche dormían en una sola tienda a la sombra de la oficina de Marín.
Pero estaban esperanzados, dijo Sifontes, porque acababan de llegar a un acuerdo con Marín.
Si limpiaban la playa junto a su negocio durante un tiempo indeterminado, contó Sifontes, Marín les había prometido darles tres billetes de lancha al Darién.
LA INDUSTRIA DEL TAPÓN DEL DARIÉN
Una vez atravesado el agitado golfo de Urabá, los pasajeros de las embarcaciones de Marín llegan al municipio de Acandí, situado en la boca de la selva. Durante décadas, algunos habitantes de esta localidad han llevado a los inmigrantes a la selva a cambio de una tarifa, con el argumento de que de otra forma la gente moriría.
Pero con la llegada de personas de Haití en 2021, y luego un
flujo aún mayor de venezolanos en 2022, los líderes locales comenzaron a organizarse, poniendo el negocio de la migración bajo la Fundación Social Nueva Luz del Darién.
Una tarde reciente, Alexandra Vilcacundo, de 44 años, quien viajaba con otras 30 personas que huían de la creciente violencia en Ecuador, llegó al muelle de madera de Acandí. Vilcacundo, costurera, parecía aterrorizada tras haber dejado atrás a sus tres hijos. “Sabemos que nos estamos arriesgando la vida”, dijo refiriéndose al viaje que les esperaba.
En el autobús a Necoclí, dijo que habían sido detenidos cinco veces por policías colombianos que amenazaron con arrestarlos a menos que pagaran sobornos. (Otra decena de personas dijeron que también habían sido extorsionadas por la policía).
Una vez a bordo de carretillas a motor, Vilcacundo y los demás migrantes fueron transportados a través de Acandí por caminos de tierra todavía inundados por la lluvia de la noche anterior. Pasaron por pastizales para vacas y un campo de maíz, antes de pasar finalmente por una entrada a un recinto que García llama “el albergue”.
No había agentes de policía, autoridades migratorias ni organizaciones internacionales. Por el contrario, un grafiti —“AGC”, las iniciales de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, o Clan del Golfo— había sido pintado en una pared de camino al refugio, como recordatorio de quién llevaba la voz cantante en última instancia.
Unos mil migrantes se habían reunido en el recinto. Hombres de la zona, con jeans ajustados, polos y gafas oscuras, recorrían la extensión azotada por el sol, presentándose como los “asesores” de la fundación, encargados de recaudar las tasas y describir la ruta a seguir desde aquí.
Para los que no tuvieran dinero a la mano, había un agente de Western Union dentro del recinto, el cual cobraba un 15 por ciento por transferencia. (La empresa dijo que cuenta con agentes de la compañía en Acandí, pero que quienquiera que opere dentro de un campamento de migrantes lo hacía sin autorización).
García, de la junta de acción comunal, mostró con orgullo algunas obras públicas cercanas que, dijo, habían sido construidas por la junta con fondos del negocio de la migración: un puente peatonal junto al muelle, una escuela en uno de los barrios más pobres de la zona, metros de calles asfaltadas, un sistema de alcantarillado para que la localidad no se inundara.
García dijo que el pueblo llevaba décadas intentando convertirse en un destino turístico. Pero por ahora, sin escuelas decentes, un hospital o incluso una carretera que la conecte con el resto del país, lo único que tenía era la migración.
“Lo que hemos hecho nosotros” con la migración es más de lo que el turismo ha aportado “en 50 años”, dijo García.
SUTURAS Y HELADO
Pocos lugares encarnan la transformación de la ruta del Darién como el primer campamento en la selva.
Hace dos años, la ruta desde el albergue de Acandí hasta este campamento, Las Tecas, era un tosco camino de tierra. Hoy es una carretera transitable en camioneta. El propio campamento era antes una extensión fangosa. Hoy es un pueblo, con un pabellón de bienvenida, control de seguridad, 38 tiendas y restaurantes, wifi e incluso una sala de billar.
Aquí, la Fundación Social Nueva Luz del Darién ha organizado los amplios equipos de guías y portadores de mochilas con sus camisetas numeradas y codificadas por colores. Algunos han personalizado aún más sus uniformes, y han añadido a sus mangas palabras como “respeto” y “amistad”.
La fundación coordina sus horarios para repartir el trabajo —los guías hacen un recorrido cada 15 días— y les pagan 125 dólares por caminata. Los cargabolsos son contratados individualmente por los migrantes que desean ayuda para transportar su equipaje o a sus hijos, a razón de entre 60 y 120 dólares por carga. Los empleados que abandonan o roban sus cargas son despedidos, dice García.
Esa tarde, en el pabellón de bienvenida de Las Tecas, los guías revisaron a los migrantes con detectores de metales, un nuevo protocolo.
“¿Navajas?”, preguntó un guía, confiscando cualquier cosa con filo. “¿Cuchillos? ¿Machetes?”.
A la mañana siguiente, más de 2000 migrantes se reunieron en el corazón del campamento. Había niños con camisetas de Barbie, dos madres ansiosas con niños pequeños sujetos con correas, un hombre con un bebé a la espalda y una muñeca metida en la cintura, una mujer con una mochila con la bandera estadounidense.
Samuel, de 13 años, llevaba una camiseta morada de los Lakers. Su madre, cuidadora de ancianos, se había marchado de Venezuela años atrás, mudándose de ciudad en ciudad por Colombia y Perú, en busca de un trabajo decente. Había gastado sus últimos ahorros en los billetes que los llevarían a la selva.
“Si no hubiera resultado este trabajo, no sé cómo iba a sustentar mi familia”, dijo Aureliana Domicó, una madre soltera de 32 años que trabaja como cargabolsos, y que traslada hasta unos 30 kilos a la frontera con Panamá varias veces a la semana. Hace meses, una fuerte lluvia acabó con su cosecha de plátanos, lo que dejó a sus cuatro hijos sin nada que comer. Ahora gana hasta 800 dólares al mes.
Elmer Arias, guía de 29 años, había tenido dificultades para encontrar trabajo tras perder un brazo. Furioso, había golpeado una ventana, y como no hay hospital en Acandí tardó días en ser atendido, lo que le llevó a la amputación. Los migrantes no son tan diferentes a él, explicó, intentan mejorar sus vidas, “como nosotros”, dijo.
A su derecha, el sol se elevaba sobre la selva. A su izquierda, guías y cargabolsos. La multitud bullía de entusiasmo.
Pronto, un hombre de la fundación, Iván Díaz, subió a una colina por encima del campamento, dando comienzo a la orientación de la mañana. No se trataba de una carrera, dijo con un megáfono. Se trataba de sobrevivir para llegar a Estados Unidos.
No duerman junto a los ríos, dijo; a menudo crecen con la lluvia. Coman alimentos con sal para evitar la deshidratación. Tomen descansos. Los niños deben quedarse con sus padres. Las mujeres embarazadas deben quedarse con los guías. Cualquiera que fuera encontrado con drogas sería devuelto a Necoclí.
Rugió un megáfono. “¡Un aplauso, un aplauso!”, gritó Díaz. La multitud vitoreó.
“¡Duro, duro, duro!”, gritó, “¡a Maduro, a Maduro, a Maduro!”, añadió, en un guiño sarcástico al presidente venezolano.
El grupo rió y abucheó.
“Con el favor de Dios va a salir todo bien”, continuó Díaz. “Yo sé que todos me van a mandar por Western por ahí en unas tres semanas desde Nueva York”.
Era aproximadamente un día y medio de caminata hasta la frontera con Panamá, y por el camino, la fundación había instalado pequeños campamentos donde los migrantes podían comprar agua y comida.
Los precios subían a medida que la gente avanzaba. Un Gatorade costaba 2,50 dólares al principio, y 5 dólares al final. Los vendedores de helados caminaban con la multitud, con hieleras a la espalda. En la curva de un río, la gente se encontró con un hombre que vendía empanadas caseras en una bandeja.
Los migrantes avanzaban lentamente, cruzando un río, subiendo colinas anudadas por raíces. Con tanta gente, el tráfico a veces se detenía por completo.
A media mañana, Natasha, una ecuatoriana de 5 años, se resbaló de los hombros de un hombre que la llevaba cargada. Natasha se desplomó y se hizo un corte sobre el ojo con una roca.
La niña se quejaba de dolor mientras le brotaba sangre de la cara. Su madre empezó a asustarse.
Pero más adelante había un enfermero. En los últimos meses, la Fundación Social Nueva Luz del Darién ha contratado a varios enfermeros y a un médico para atender a los inmigrantes en distintos puntos de la ruta. En ausencia de cualquier otra presencia institucional, se habían convertido en un salvavidas.
En el porche de una cabaña, el enfermero, José Luis Fernández, limpió la lesión, inyectó un anestésico y suturó la herida. “Más arribita”, dijo sobre el golpe, “podríamos estar hablando de una persona muerta”.
Fernández solía trabajar para un hospital público en la cercana Turbo, dijo, pero lo dejó “por cuestiones salariales”.
La fundación le paga mucho más.
La mayor parte del grupo durmió esa noche en un terreno abarrotado y lleno de lodo conocido por los guías como el Cuarto Campamento, donde zumbaba un generador y varios restaurantes ofrecían pescado frito o pollo por 10 dólares el plato, una pequeña fortuna para la mayoría de los migrantes.
Muchas familias, que habían gastado todo su dinero para llegar hasta aquí, no comieron nada, preguntándose qué harían el resto del viaje. Al anochecer, el campamento olía a heces humanas y gasolina. La actitud de las personas empezó a cambiar.
En su tienda de campaña, José García, de 32 años, explicó que ya había cruzado el Darién el año pasado, pero que había decidido dar la vuelta cuando
se enteró que al parecer el gobierno de Biden no dejaría entrar a venezolanos en Estados Unidos.
Ahora lo intentaba de nuevo, esta vez con su esposa, Dayarid Pernia, de 24 años, y sus dos hijos, de 1 y 3 años. Pero para entonces, no tenían ni un centavo.
García se lamentó de los precios cobrados por la fundación para llegar hasta aquí.
“Si fuera humanitario”, dijo García sobre la ruta, con la voz entre risa y llanto, le tenderían “la mano a aquellas personas que no tuvieran”.
LA ENTREGA
Para miles de migrantes, la normalización de esta ruta ha creado una paradoja cruel.
En el lado colombiano del Darién, donde el gobierno está casi ausente y dominan las Autodefensas Gaitanistas, o Clan del Golfo, la cantidad de delitos en la selva es menor, al menos según los grupos de ayuda y los investigadores que entrevistan a los migrantes al final de la ruta.
Esa percepción de seguridad hace que cada vez más personas se adentren en la selva, creyendo que saldrán con vida.
Pero en la frontera con Panamá, los guías de la fundación los dejan —cruzar podría ocasionar que los detengan las autoridades— y el poder del grupo armado disminuye.
Luego, en el lado panameño, pequeñas bandas criminales recorren la selva, y utilizan la violación como herramienta para extraer dinero y castigar a quienes no pueden pagar.
El responsable regional de un grupo de ayuda afirma que las víctimas suelen ser mujeres y niños, y que los hombres son obligados a mirar. En el último año, niños de hasta apenas seis años han muerto por disparos en esta parte de la selva.
Y cualquier persona sin dinero —incluidos los que lo gastaron pagándole a los guías en Colombia— es especialmente vulnerable.
En su última mañana en Colombia, el grupo de más de 2000 migrantes se levantó antes del amanecer. Dentro de uno de los restaurantes, unos cuantos levantaron las manos en una oración previa al viaje.
“Gracias, Señor”, dijo Néstor Fernández, un venezolano de 33 años que había trabajado como obrero de construcción en Chile. “Porque así como nosotros nos doblegamos, se doblega todo lo que se quiera levantar en contra de nuestra vida. Todo robo, todo hurto, todo secuestro, todo sicariato”.
En la oscuridad, el desfile de personas comenzó su marcha hacia la frontera. Los niños sostenían grandes botellas con agua de
panela, que podrían ser su único sustento durante días. Una mujer embarazada fue ayudada a salir del campamento por otras dos, una a cada lado.
Tardaron unas dos horas en subir dos colinas conocidas como las Mellas, por mellizas, y luego llegaron a un claro embarrado con una señal pintada a mano que marcaba la frontera.
En el claro, los migrantes que aún tenían la suerte de tener dinero pagaron a sus cargabolsos. Acto seguido, un hombre —uno de los guías lo había presentado como el “jefe de seguridad”, sin más explicación— se adelantó para dar las últimas instrucciones.
Muévanse despacio, no se separen y sigan una ruta marcada con trozos de plástico azules y verdes, dijo al grupo. Tardarían tres días más en llegar al final de la selva, explicó, donde las Naciones Unidas y el gobierno de Panamá ofrecían apoyo.
“Desde el municipio Acandí”, dijo antes de que los migrantes siguieran adelante, “queremos desearles un feliz viaje”.
The New York Times