Alfredo Toro Hardy
La noción de Occidente tiene su punto de partida en el Emperador romano Constantino, cuando imperio e iglesia cristiana se fusionan. En esta amalgama entre cristiandad y tradición clásica se origina un modelo de vida y de sociedad de rasgos particulares.
De acuerdo a J. M. Roberts: “En el corazón del cristianismo, una vez que San Pablo hizo su trabajo, se encontrará el concepto del alma individual. Ese respeto por la individualidad venía a la vez de Roma a través de sus nociones de la ley y de los derechos legales, habiendo heredado de la antigua Grecia el énfasis en la autonomía moral... Su importancia (la del individuo) puede ser debidamente valorada en la medida en que se encuentra ausente de las otras grandes culturas”(The Triumph of the West, Boston: Little, Brown and Company, 1985).
Según señala Tom Holland, el hecho de que Grecia hubiese prevalecido milagrosamente en contra de la invasión de los persas en el 480 A.C., permitió que se sentaran las bases de Occidente. De acuerdo él: “Como súbditos de un rey extranjero, los atenienses nunca hubiesen tenido la oportunidad de desarrollar su cultura democrática única. Mucho de lo que distinguió a la civilización griega hubiese sido abortado. El legado heredado por Roma y trasladado luego a la Europa moderna se hubiese encontrado sustancialmente empobrecido... Si los griegos hubiesen sucumbido a la invasión de Jerjes es muy poco probable que hubiese logrado forjarse esa entidad llamada ‘Occidente’” (Persian Fire, London: Little, Brown, 2005).
A la vez, y según refiere Roberts, las islas de espiritualidad representadas por los monasterios europeos, en tiempos de las invasiones bárbaras, permitieron preservar el legado de una civilización que de lo contrario hubiese podido perderse. Según sus palabras: “Los monasterios se transformaron en las células que preservaron y transmitieron la carga genética de una civilización...manteniendo viva una cultura cuando las escuelas y bibliotecas que le daban vida, en las ciudades del viejo mundo clásico, habían ya colapsado”.
Esta matriz civilizatoria, resultado de un proceso evolutivo muy particular, habría de afianzarse en Europa y por extensión también en otras latitudes. De acuerdo a Roberts, esta herencia se transplantaría a América del Norte y del Sur, Australia, Nueva Zelandia y Africa del Sur.
Para Samuel Hungtinton, en cambio, América Latina se encontraba fuera de este ámbito, no formando parte de Occidente (The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order, New York: Simon & Schuster, 1996).
Habría de ser Huntington quien, a finales del siglo XX y comienzos del XXI, mostrase mayor interés por el tema de la civilización Occidental. El retomaba de Oswald Spengler no sólo la categoría de civilización para referirse a Occidente, sino también la noción de decadencia que aquel asociaba con esta civilización (The Decline of the West, Oxford: Oxford University Press, 1991). Hungtinton visualizaba a un Occidente rodeado de retos y enemigos y en inevitable estado de declive. Entre los adversarios, él no sólo identificaba a la implacable animadversión proveniente del mundo islámico, sino también al reto planteado por una China en ascenso. Más aún, en el caso de Estados Unidos, que él situaba como el epicentro contemporáneo de Occidente, el riesgo mayor pasaba a ser la invasión silenciosa proveniente de Hispanoamérica. En efecto, una Hispanoamérica portadora de valores en conflicto con la identidad estadounidense y susceptibles de erosionar fuertemente a aquella (¿Quienes Somos? Los Desafíos de la Identidad Nacional Estadounidense, Barcelona: Paidós, 2004).