Reflexiona sobre las recientes protestas de los agricultores europeos
TRACTORES
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Carlos Pérez-Ariza
Los del campo de toda España han echado mano de las RRSS para convocarse y demandar audiencia. Su representación sindical se ha sumado tardíamente. La aplicación de la agenda 2030 los estrangula. La diferencia opresiva entre los precios de producción y los que paga el consumidor final es un reclamo contundente. La burocracia absurda de las oficinas europeas les exaspera. Los insumos al alza.
La transición hacia un campo sostenible y ecológico es un costo insostenible para ese sector. «Nuestra ruina será vuestra hambre», proclaman. Aquí se paga por no trabajar, aunque a los que quieren trabajar en los campos se les escamotea la dignidad del sudor. Mientras el ministro del ramo come tomates españoles, imitando a aquel que se bañó en el mar atómico de Palomares, los productores de ese fruto saben que, si España no hubiese puesto pie en América, Europa no tendría tomates. España lleva siglos de experiencia cultivándolos.
Sobre esos frutos y legumbres, los agricultores se quejan de una competencia ilegal, que la UE permite en prejuicio de los locales, que sí deben cumplir la estricta normativa que le imponen. Esta protesta exige poner orden en la producción agrícola y ganadera, pues como dice el lema popular «con las cosas del comer no se juega».
Lo que no deberían olvidar estos tractoristas es en no perjudicar a los consumidores finales, que los apoyan, reteniéndolos en las autopistas. Esos ciudadanos no son sus enemigos.
La Europa burócrata, que no han pisado una granja ni en vacaciones, dictan leyes al amparo de una agenda ajena, cuyo horizonte es transformar la forma de vida occidental para 2030. Los que alimentan la saludable dieta mediterránea, esperan que los devotos de esa agenda no se salgan con las suyas. Esos intentan cambiar la alimentación, que han llevado a la humanidad desde la cuenca fértil de Mesopotamia a los campos de Castilla y Andalucía.