Macky Arenas
Si hay un lugar en América donde conseguir la paz de espíritu necesaria para entrar en contacto con Dios es San Javier Del Valle, un lugar mágico enclavado en las majestuosas montañas merideñas.
Es el sitio perfecto para respirar aire puro, apreciar la magia de la creación contemplando la exuberante vegetación y escuchando el canto misterioso de la cascada. Ello transporta y permite sustraerse a toda angustia y aflicción. La intimidad con Dios es allí cosa de cada día.
Todo el que conoce este lugar coincide en que no hay otro mejor para hacer un retiro espiritual y vivir días inolvidables alejados del ruido, la cotidianidad y las preocupaciones. Las montañas nevadas son una vista esplendorosa que invita a empinarse hasta el Creador.
San Javier es una casa de ejercicios espirituales, desde siempre llevada por los jesuitas ubicada en el Páramo La Culata, una ecorregión andina que forma parte del Parque Nacional Sierra Nevada al norte de la ciudad de Mérida.
DE RECESIÓN GLACIAL A SIERRA NEVADA
A una altura de 4.173 metros sobre el nivel del mar, el Páramo La Culata se sitúa en pleno corazón de la Sierra Nevada, al norte de la ciudad de Mérida (Venezuela). Fue parte de una extensa recesión glacial que ocurrió durante el último periodo glacial. Era una de las regiones andinas que durante la época precolombina sirvió de asiento a poblaciones indígenas que desarrollaron una notoria actividad agrícola. Actualmente existen importantes vestigios.
Allí predominan las sabanas, la vegetación rastrera y los frailejones, especie que únicamente se da en estos pisos térmicos y que solo florece una vez en el año.
Ubicado en la cuenca conjunta de los ríos Chama y Torondoy, dicen que su espesa niebla “desaparece a la gente”. También que las regresa convertidas en duendes que cuidan el ancestral lugar, entre las muchas leyendas que han circulado por esta zona desde siempre.
LA TRAGEDIA
Pero algo que no es leyenda sino historia, es una cara trágica que tiene San Javier Del Valle. Esto ha incrementado el interés por el lugar, tanto como el respeto y hasta el temor por los recuerdos e historias que gravitan en sus espacios. Es una gran casona, de estilo colonial español, con amplios corredores e increíbles áreas verdes. Fue construida en memoria de la gran tragedia que marcó la vida de muchas familias en Venezuela y, particularmente, de la comunidad ignaciana.
Corría el mes de diciembre de 1950, cuando un alegre grupo de jóvenes regresaba a sus hogares, desde el internado merideño. Lo hacían para compartir los días de Navidad con sus respectivas familias. La Institución había contratado dos vuelos, en aparatos Douglas DC3, para trasladar a la capital a los muchachos a pasar las vacaciones decembrinas. El piloto era un hombre experimentado y respetado.
Uno de los aviones despegó del aeropuerto Alberto Carnevalli de Mérida rumbo a Caracas pero, a la altura del páramo Los Torres y debido al mal tiempo, se perdió contacto con los mandos del vuelo y entró en demora. En primera instancia, se pensó que habían aterrizado en la cercana Santa Bárbara del Zulia, pero las noticias no tardaron en llegar: el avión se había estrellado en dicho páramo, en territorio del estado Trujillo, a las 11 de la noche de aquél fatídico día de diciembre.
No es el único accidente en ese páramo. En general, volar sobre los páramos andinos es riesgoso pues esas altas montañas forman cañones con frecuencia envueltos por la neblina. De hecho, el aeropuerto merideño está considerado uno de los más peligrosos de la región debido, justamente, a lo delicado de las maniobras que el piloto debe ejecutar.
Inmediatamente se movilizaron los equipos de rescate, civiles y militares, llevando con ellos a los imprescindibles “baqueanos” o guías expertos en la zona, logrando rescatar los cuerpos. Nadie sobrevivió. Quienes vivieron esos momentos lo recuerdan como una de las más terribles tragedias aéreas vividas en Venezuela. Los restos fueron velados en capilla ardiente en Caracas con asistencia de las más altas autoridades de la república.
Belleza intimidante
Esa gran casona de retiros espirituales se edificó en recuerdo de aquellos jóvenes, un año después de la tragedia. Fue inaugurada en 1951 para preservar su memoria. Los detalles de su construcción son intimidantes.
Hay allí 50 habitaciones, de las cuales 27 están dedicadas a los jóvenes fallecidos en el accidente aéreo. Eran 27 y cada una de las habitaciones lleva el nombre de uno de ellos y está presidida por su fotografías.
Se construyó un monumento en su recuerdo y grabaron él los nombres de los jovencitos; el monumento se alza en el jardín principal y está flanqueado por las hélices del avión siniestrado, bañadas por aguas de la Quebrada El Arado. Ello inspiró al tío de uno de los jóvenes, artista, quien talló en madera el retablo del altar de la hermosa capilla, el cual luce un Cristo estilo flamenco, y una imagen de la Virgen de la Asunción, ambos rodeados por 27 angelitos, cada uno de los cuales corresponde perfectamente a los rostros de los estudiantes malogrados. Igual los talló para el marco del púlpito.
Es, realmente, sobrecogedor para todo el que entra en esa capilla, de la que sobresalen cuatro columnas que llevan inscritas las posibles carreras profesionales que los muchachos habían dejado saber les gustaría estudiar. La mesa del altar tiene forma de sarcófago donde están tallados sus nombres.
Sobre el zócalo de las paredes de la capilla hay 27 antorchas que se iluminan con los nombres de cada joven. También del corredor de la entrada cuelgan tres retablos con sus nombres, litografías de sus rostros y la estrofa que el Maestro Berecibar, inspirado en las eternas aguas de la cascada, compusiera para ellos:
“Llora cascada, llora sin cesar
Porque tú no puedes más que llorar.
Nosotros podemos llorar y esperar.
Jesús, Divino Piloto
Volaba con ellos y se los llevó
A la felicidad inmortal”.
Un esfuerzo que culminó en una obra bella e impresionante que, en el acto, llama al recogimiento y la oración. Todas esa “puesta en escena”, no sólo parece estar dirigida a suscitar emoción y compasión, reviviendo toda aquella historia; sino que invita a reflexionar sobre las diferentes formas cómo una tragedia puede convertirse en inspiración que sane muchas almas y regenere la esperanza.
OTRA MANERA DE RECORDARLOS
Actualmente, los jesuitas tienen allí un instituto técnico, con una finca donde laboran unas 60 personas, la mayoría de ellas viviendo en la institución.
Aparte de la formación agrícola en la granja, realizan un trabajo pedagógico que, según ellos mismos confiesan, no ha resultado fácil. Los estudiantes llegan, incluso, desde el estado Apure -en el Llano- y desde la Goajira, frontera con Colombia. Ayudan a familias necesitadas, distribuyen comida y almacenan los alimentos que producen para seguir ayudando.
Son 420 estudiantes de un taller del
Programa-Escuela Fe y Alegría que aprenden las técnicas de la siembra y otras destrezas, con las que podrán muchos muchachos ganarse la vida, sobre todo aquellos cuyos padres han tenido que migrar.
A principios del 2020 se denunció que serían víctimas de una invasión, lo que habría resultado en una catástrofe para tantos niños y adolescentes. La comunidad, consciente de la labor que allí se lleva a cabo, deploró y rechazó la sola posibilidad. Hubo evidencias y también rumores amenazantes. Pero, gracias a Dios, no se concretó.
Aquél Douglas C-47 YV-C-AVU, donde fallecieron 27 estudiantes y 3 tripulantes, parece sobrevolar el lugar pero con Jesús al mando, silenciosamente surcando las nubes sobre esos páramos como recordando que aún viajan con él, hacia esa eternidad a la que todos estamos llamados. Nosotros podemos llorar y esperar.-