La proposición de la contención a China en su propio espacio vital no resulta nada fácil de instrumentar. No es lo mismo evitar que Pekín invada Taiwán que haber contenido la expansión soviética en África o incluso el Medio Oriente
ESTADOS UNIDOS Y CHINA: ENCERRADOS EN UN JUEGO SIN SALIDA
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Alfredo Toro Hardy

Desde la llamada política del “pivote en Asia” en tiempos de Obama, y con aproximaciones variables, la política de contención a China ha representado la fórmula escogida por Estados Unidos para lidiar con el emerger de este país y con su expansionismo geoestratégico regional. Esta aproximación sigue las líneas cardinales de la política de contención aplicada por Washington entre 1947 y 1989, en relación con la Unión Soviética.

George Kennan fue el artífice principal de esta política frente a los soviéticos. Al conceptualizar las bases de la misma en su famoso “largo telegrama” de 1946, aquel señaló que la Unión Soviética “debía ser contenida mediante la sistemática y vigilante aplicación de un conjunto de medidas de contrafuerza en puntos geográficos y políticos en movimiento permanente” (George B. Nash and Julie Roy Jeffrey, The American People Creating a Nation. New York: Pearson Education, 2008, p. 825). En otras palabras, los impulsos de expansión geopolíticos soviéticos debían ser enfrentados en cualquier lugar del planeta donde estos se manifestasen. A ello se agregaba, por lo demás, el tratar de drenar sus recursos económicos imponiendo costos a cada uno de sus movimientos.

Dado el éxito de esta política, que finalizó por colocar al oso ruso contra las cuerdas al agotarlo económicamente, Washington ha privilegiado la aplicación de esta política también frente a China. Sin embargo, las diferencias entre la desaparecida Unión Soviética y China resultan notables. Más allá de que China dispone de una fortaleza económica que la Unión Soviética estuvo siempre muy lejos de alcanzar, está el hecho de que Washington desea contener la expansión hegemónica de Pekín en su propio vecindario. Esto último resulta particularmente significativo y merece ser explicado en mayor detalle.

Desde que Stalin comprendió, pocos años después de terminada la Segunda Guerra Mundial, que no eran ya posibles nuevas ganancias territoriales más allá de la llamada Cortina de Hierro, el impulso expansionista soviético se mudó a lo que por aquel entonces comenzaba a llamarse el Tercer Mundo. De manera paralela, Washington entendió que cualquier intento por entrometerse con lo que ocurriese al interior de la Cortina de Hierro podría llevar a un enfrentamiento directo con Moscú. Ambas partes, por tanto, respetaron los espacios geoestratégicamente sensibles de la otra.

De tal manera, mientras los soviéticos no intentaron expandirse hacia Europa Occidental (área primaria de interés para Washington), los Estados Unidos no intervinieron en las distintas oportunidades en que el dominio soviético fue puesto a prueba al interior de su propio bloque. Ello incluyó la brutal represión de las manifestaciones anti comunistas en Alemania del Este en 1953; la invasión por parte de las fuerzas del Pacto de Varsovia a Hungría cuando en 1953 intentó rebelarse contra Moscú; la construcción del Muro de Berlín en 1961 para encerrar a los habitantes del Este de esta ciudad; o la invasión de una Checoslovaquia en efervescencia, nuevamente por los contingentes del Pacto de Varsovia, en 1968. De igual manera, Estados Unidos guardó silencio cuando a través de la llamada Doctrina Brezhnev de 1968, la Unión Soviética dejó claro que invadiría a cualquier país de su órbita que intentase sacudirse de sus regímenes comunistas. La única oportunidad en que los espacios geoestratégicamente sensibles de la contraparte no fueron respetados se materializó en Cuba en 1962, a través de los intentos de colocación de misiles nucleares soviéticos a 661 kilómetros de territorio estadounidense. Valga agregar que nunca antes ni después el mundo estuvo tan cerca de una catástrofe nuclear, como durante los trece días en la que ambas superpotencias se enfrascaron en un choque de voluntades. Salvo por esta ocasión, la confrontación entre las superpotencias se desarrolló siempre en zonas periféricas del mundo.

El contraste entre la política de la contención en relación a la Unión Soviética y a China actualmente resulta notorio. En el caso actual Washington busca frenar el impulso expansionista de Pekín en un área que no sólo incluye a Taiwán, territorio que reclama como propio, sino que a lo largo de milenios le resultó tributaria. Resulta cuesta arriba asumir que China renunciará a sus aspiraciones sobre Taiwán o a su proyección hegemónica sobre amplios espacios de su propio vecindario. Lo que aquí se encuentra involucrado para ella es no sólo la “Gran Unificación” de su territorio, sino la restauración de su grandeza pasada por vía del llamado “Sueño Chino de Rejuvenecimiento Nacional”.

A la inversa, sin embargo, China desearía deshacerse de la incómoda presencia estadounidense en su parte del mundo. Su idea de los espacios hegemónicos que les corresponderían a cada uno de ellos, sería la de China en control del Este del Océano Pacífico y Estados Unidos controlando el Oeste del mismo. Para Washington, ello resulta por entero inaceptable, pues el Este de Asia representa un área dentro de la cual ha sido potencia mayor desde 1854. Un área que, luego de su propio hemisferio, constituyó su primer foco de atención internacional; donde ha librado cuatro grandes guerras (Filipinas, II Guerra Mundial, Corea y Vietnam); y donde cuenta con cinco tratados formales de alianzas defensivas (Corea del Sur, Japón, Filipinas, Tailandia y Australia-Nueva Zelandia). Más aún, el Pacífico le representa una región del mundo donde Estados Unidos tiene desplegado el 60 por ciento de su marina de guerra, más 350.000 soldados en Hawái, 50.000 soldados en Japón y 24.000 en Corea del Sur.

La proposición de la contención a China en su propio espacio vital no resulta nada fácil de instrumentar. No es lo mismo evitar que Pekín invada Taiwán que haber contenido la expansión soviética en África o incluso el Medio Oriente. Sin embargo, tampoco puede suponerse que Estados Unidos se cruzara de brazos mientras China consolida una presencia hegemónica en una zona del mundo con la cual se encuentra profundamente enraizado. Lo cierto, es que ninguna de las dos partes puede ceder espacio o demostrar debilidad. Si el régimen del Partido Comunista Chino lo hiciese, sería devorado por el tigre del nacionalismo doméstico. Si Estados Unidos lo hiciese, perdería inmediatamente su condición de superpotencia.

Bajo los términos en los que se plantean sus diferencias, ambas partes parecieran verse encerradas en un juego sin salida. Sólo la guerra podría llegar a dirimir sus diferencias.
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