Alfredo Toro Hardy
China busca erigirse en gran árbitro de paz en el conflicto de Gaza. En palabras de Xi Jinping es necesario encontrar una solución “duradera, justa e integral” a dicho enfrentamiento y a la histórica confrontación entre israelíes y palestinos. Ello se enmarca dentro de sus iniciativas de “Seguridad Global” y de “Civilización Global”, las cuales persiguen definir un orden internacional post-Occidental, alejado de los parámetros estadounidenses. La primera de dichas iniciativas busca promover soluciones armoniosas a los problemas internacionales por vía del diálogo y la consulta, teniendo a China como un árbitro honesto e imparcial. La segunda de ellas promueve el diálogo, la cooperación y el intercambio entre identidades culturales distintas, reconociendo el alto valor de la heterogeneidad cultural. De tal manera, China aspira a imbricar las condiciones de árbitro natural de procesos de paz y de interlocutor privilegiado de identidades culturales distintas. Ello, con el fin de hacer sentir su influencia cada vez que un conflicto de difícil resolución haga su aparición en el escenario internacional. La pregunta obvia a formularse es si Pekín dispone de las credenciales necesarias para asumir dicha responsabilidad.
La respuesta a tal pregunta es dual. De un lado, es innegable que China no impone a otros países un recetario de valores acorde a los propios. En tal sentido, resulta un interlocutor internacional cómodo para regímenes de distinta naturaleza. A diferencia del impulso misionero estadounidense, siempre a la búsqueda de nuevos feligreses para la democracia, Pekín es respetuoso de las creencias de cada quien. Cabría matizar lo dicho, sin embargo, agregando que China misma se siente más cómoda con gobiernos autoritarios y que, en la medida de lo posible, desearía toparse con más de estos en el escenario global. A la vez, Pekín busca no tomar partido en los conflictos interestatales, tratando de mantener buenas relaciones con todos por igual. Lo cual no quita, en terminología orwelliana, que algunos le resulten más iguales que otros. Es así que dentro del complicado tablero geopolítico del Medio Oriente se lleva bien tanto con Irán como con los países árabes e Israel. Lo cual no obsta, sin embargo, para que sus preferencias se dirijan al primero. En otras palabras, más allá de sus predilecciones, China persigue expandir sus relaciones comerciales y diplomáticas, y el buen entendimiento, con tantos como posible. Todo ello apunta favorablemente, o al menos de manera relativamente favorable, en la dirección de erigirse en árbitro de paz e interlocutor privilegiado de identidades culturales distintas.
Por el otro lado, no obstante, las credenciales regionales y domésticas de China no podrían resultar más cuestionables en términos de capacidad arbitral o de respeto a la diversidad cultural. Dentro de su propia región, China ha asumido la condición de guapetón de barrio. Apelando a su mayor jerarquía estatal e histórica aspira y espera que sus vecinos acepten una relación de subordinación frente a ella. Es decir, una relación tributaria con respecto a Pekín. Ello entraña entre otras cosas imponerles a todos, por las buenas o por las malas, su propia visión del derecho del Mar. Poco importa que la misma se encuentre en abierta contradicción con la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (de la cual China es curiosamente signataria) o a contracorriente de una sentencia firme de la Corte Internacional de Justicia. Como bien diría aquella famosa ranchera mexicana: “Y mi palabra es la ley”.
Martin Jacques, uno de los mayores estudiosos de China, señala que el orden regional que dicho país desea imponer se definiría “por la aceptación de que el Este de Asia se corresponde a un orden sino-céntrico, dentro del cual existiría un reconocimiento implícito a la mayor jerarquía de China y un reconocimiento subyacente a la superioridad china” (When China Rules the World, London: Allen Lane, 2009, p. 420). Ahora bien, surge la gran duda de si China aspiraría a reproducir, de acaso serle posible, esta percepción de superioridad al resto del mundo. Nuevamente Martin Jacques nos da una respuesta: “Como poder global dominante, China seguramente tendrá una visión eminentemente jerárquica del mundo…Con China a la cabeza” (Ibidem, p. 381).
Al nivel doméstico, las credenciales chinas resultan aún menos convincentes. Si es que acaso ello resulta posible. La contradicción entre su aspiración de convertirse en gran intermediario global entre identidades culturales distintas y la imposición a golpe y porrazo de la homogeneización cultural de puertas adentro, es notable. La identidad china Han se impone sin cortapisas al interior de China, traduciéndose en la transculturización forzada de uigures y tibetanos, quienes deben sufrir los rigores de un totalitarismo cultural. Nuevamente, la duda sería si esta visión de la propia superioridad cultural se proyectaría, de acaso darse las condiciones apropiadas, allende las propias fronteras. Otra vez Martin Jacques proporciona la respuesta: “La noción de China y de la civilización china se sustenta en la convicción de que la diferencia entre los chinos y el resto de los pueblos es no sólo histórica, sino también biológica (…) China está rápidamente integrándose al resto del mundo, sin embargo, fiel a su historia, permanecerá distante, encerrada en una visión jerárquica de la humanidad en la que su propia superioridad se sustenta en una combinación de raza y cultura” (Ibidem, pp. 421,422).
Así las cosas, ante las aspiraciones chinas de erigirse en árbitro de paz e interlocutor privilegiado de identidades culturales distintas, habría que colocar en la balanza elementos en positivo y en negativo. A juzgar por lo antes señalado, daría la impresión que los factores negativos prevalecen. Sus credenciales, en efecto, no parecieran resultar las más apropiadas, o las más convincentes, para asumir tal responsabilidad.