Isaac López
Era el año 1997 y era yo parte de los alumnos de la VII Escuela de Archivos para Iberoamérica, una importante plataforma de formación implementada dentro de los planes culturales del Estado español.
En el sistema de charlas, cursos y prácticas los cursantes debíamos no solo recibir clases en el Archivo General de la Administración en Alcalá de Henares y en la sede del Ministerio de Cultura en Madrid. También nos tocaba conocer el Sistema Nacional de Archivos, desde dependencias locales y regionales hasta archivos de la administración de las entidades autónomas y centros privados, desde archivos de ministerios hasta Radio Televisión Española. Una experiencia enriquecedora.
Para noviembre de 1997 viajamos a Lisboa. Después del curso nos dio por recorrer la hermosa ciudad del mar da Palha. La patria vestida de viuda. Allí las canciones de Luísa Basto y Luis Cília. Unos tragos de oporto con el señor Carlos Sánchez Aguilar.
Visitamos la Iglesia de Sé, la Torre de Belén, el Convento de los Jerónimos, el Palacio del Ayuntamiento, el Parque de San Jorge… y descubrimos otra vez el sol.
Al desembocar en la Plaza del Comercio un sol brillante nos encegueció. Lo habían llevado desde Cartagena de Indias, desde Santa Marta, Barranquilla, Macondo… en las magníficas esculturas de Fernando Botero.
Caminando entre ellas con los compañeros del curso de archivos volví a sentir la desmesura que somos, esa misma que García Márquez o Abad Faciolince muestran en sus novelas, la que exhibe Sergio Cabrera en sus películas y Salcedo Ramos recoge en sus crónicas, la que tratan de dominar Álvaro Mutis y Darío Jaramillo Agudelo en su poesía.
Botero popularizó en el mundo sus figuras voluptuosas, despreocupadas, la gracia del exceso.
Esas esculturas que la gente simplemente reconoce como las gorditas y los gorditos.
Por estos días se ha hecho pública la noticia de su muerte, pero no es cierto. Acaso murieron Picasso o Rivera, acaso Buñuel, Fellini o Kurosawa. No han muerto los fados de Amalia Rodríguez, las canciones de Barbara o Maissa. Los versos de Paul Éluard. Esa es la gran virtud del arte, del verdadero arte, seguir siendo para siempre, un rayo de sol aún en la noche más oscura.