Por Alfredo Toro Hardy
El signo distintivo de la historia venezolana es la ruptura con el pasado. La independencia implicó la negación de trescientos años de presencia colonial, dando la espalda no sólo a todo lo malo que ella representó, sino también a valores y marcos institucionales que hubiesen podido preservarse. De su lado, Páez representó la negación de Bolívar, Monagas la de Páez, Julián Castro la de Monagas y así sucesivamente hasta llegar a nuestro días. La democracia representativa surgida a la luz del Pacto de Punto Fijo implicó no sólo el desconocimiento de todo cuanto significó la década militar precedente, sino también la del período comprendido entre 1899 y 1937. De manera aún más ambiciosa, la Quinta República no sólo planteó la negación del régimen de Punto Fijo, sino también el de la totalidad de la Cuarta República iniciada con Páez.
En Venezuela cuanto antecede a un régimen político emergente es desechable, digno de olvido. Cada nuevo régimen entraña la descalificación y la afirmación por contraste del anterior. Todo nuevo régimen entraña la formulación de un proyecto nacional virginal, de una nueva Constitución, de un retrotraerse al primer día de la creación. La ruptura permanente hace que el proceso histórico venezolano se torne epiléptico, discontinuo, desprovisto de sentido de tradición. Más allá del recurso a una simbología patriótica, utilizada con diferencia de grados como fuente de legitimación política, el nuestro es un proceso histórico hecho a retazos. Un proceso carente de hilo conductor. Un proceso abocado a la creación de mitos e íconos de corta duración.
Cuan distinta a la nuestra resulta la historia de un vecino como el Brasil. Si algo asombra de la historia de ese país es la plena aceptación de su pasado colonial. Cuando se visita a su Ministerio de Relaciones Exteriores, por ejemplo, el visitante se topa con un retrato del rey portugués Juan VI colgado en la antesala del despacho del Ministro. De igual manera, la Armada brasileña celebra como propia la fecha de creación de la portuguesa. Los ejemplos en tal sentido abundan. La de Brasil es una historia evolutiva. Como bien se ha dicho, Brasil se acostó una noche siendo colonia para despertarse como un régimen imperial independiente, de la misma manera en que décadas más tarde se acostaría siendo Imperio para despertarse convertido ya en República. Todo ello sin trauma, sin derramamiento de sangre. El resultado de aquello no es otro que la presencia de una solución de continuidad desde su pasado colonial hasta nuestros días. La suya es una historia que suma. La nuestra, por el contrario, se afirma en la resta continua.
La diferencia en ambos casos deriva en importante medida de la naturaleza misma de sus independencias. La venezolana fue épica, gloriosa, sangrienta, brutal, traduciéndose en el exterminio de un cuarto de la población del país y barriendo con gran parte de su élite dirigente. La brasileña, en cambio, se consolidó con un simple acuerdo dinástico que permitió una transición pacífica hacia la autodeterminación soberana. Las élites coloniales brasileñas no sólo permanecieron intactas, sino que ya habían logrado enriquecerse con el trasplante de lo más granado del talento portugués. A la vez, mientras el siglo XIX venezolano estuvo representado por la cruenta y angustiosa búsqueda de un orden institucional que brindase respuesta al descabezamiento de las estructuras coloniales españolas, el brasileño fue un proceso de consolidación institucional evolutivo y pacífico.
La épica independentista venezolana, aunque inevitable por las circunstancias históricas, representó un punto de disgregación y desestructuración del que nunca logramos recuperarnos. Si bien ésta es asumida como expresión de grandeza de pueblo, como momento estelar que nos proyectó con gloria en las páginas de la historia universal, es también el inicio del proceso histórico epiléptico al cual aludimos.
En definitiva, la evolución como valor se encuentra ausente de la historia nacional. Qué distinto, por ejemplo, hubiese sido el siglo XX venezolano si en lugar del trienio octubrista que sustituyó a Medina Angarita, se hubiese dado continuidad a la apertura de compuertas que aquel inició. Ello, sin embargo, iba a contracorriente de la épica del recomenzar permanente. El halo de heroicidad con el cual se ha asociado en su momento a tantas figuras de nuestra historia, ha resultado directamente proporcional al cambio radical de regímenes que ellas encarnaron. Sin embargo, tal heroicidad ha resultado siempre transitoria y sujeta al vilipendio subsiguiente.
La desaparición del régimen actual, cuando ésta se produzca, conllevará a su vez a un nuevo proyecto nacional virginal, a un comenzar de cero, a un derribar de íconos y a la apertura de juicios de peculado. Ese continuo retrotraerse al primer día de la creación trae consigo curvas de aprendizaje permanentes y la ausencia de un sentido de Estado y de institucionalidad. La nuestra es la historia de la madurez inalcanzable.