Empresas como Google o Facebook sobrepasan con creces, por vía de sus algoritmos, todo el poder que llegaron a tener a través de sus ejércitos y cañones las compañías de las indias orientales
LA GRAN CORPORACIÓN: DE LOS EJÉRCITOS A LOS ALGORITMOS
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Alfredo Toro Hardy

Las primeras manifestaciones de esa institución llamada la compañía, se remontan al siglo XVII. Esta alcanza su expresión inicial más acabada en Holanda, aunque no pasará mucho tiempo antes de que Inglaterra y Francia se le planteen como rivales. En algunos casos su capital era privado y sus acciones se encontraban diseminadas entre multitud de accionistas. Ello predominó en Holanda e Inglaterra. En Francia, por el contrario, el capital tendió a ser estatal. En efecto, el rotundo fracaso de su primera gran compañía privada, la de las Indias Occidentales creada en por John Law a comienzos del siglo XVIII, hizo que en lo sucesivo la Corona francesa tomará en sus manos los grandes emprendimientos.

Ahora bien, aunque las compañías dependiesen de capital privado, sus objetivos eran colocados al servicio de los grandes propósitos de la Corona. En efecto, las mismas se transformaban en brazos ejecutores de las políticas imperialistas y mercantilistas del Estado. En sus manos era puesta la conquista y colonización de territorios de ultramar, con miras a conformar monopolios comerciales que alimentasen los cofres del Estado (así como, desde luego, los bolsillos de sus accionistas). A tal fin, las compañías contaban con ejércitos y flotas propios, administraban territorios con autonomía y guerreaban con países y empresas rivales. Todo ello, desde luego, mientras la Corona se llevase parte importante de los beneficios y su bandera ondeara en los territorios conquistados.



La Compañía Holandesa de las Indias Orientales, encargada del comercio de las especies con el Extremo Oriente, fue la primera gran corporación planetaria. La misma contaba con 150 barcos, 40 navíos de guerra de gran tamaño, 50.000 empleados y un ejército privado altamente equipado de 10.000 soldados. Las compañías inglesas y francesas de las indias orientales la alcanzaron en tamaño algún tiempo después y entre las tres habrían de disputarse el control sobre países, rutas comerciales y materias primas.

Inglaterra terminaría ocupando el primer lugar dentro de esta competencia, llevando a su máxima expresión esta visión corporativa del comercio y de las relaciones internacionales. Para 1756 Robert Clive, al frente de los ejércitos de la compañía británica de las Indias Orientales, había conquistado para su país gran parte del territorio de la India. De hecho, la Compañía de Virginia y la Compañía de Plymouth, ambas inglesas, habían antecedido en un siglo las actividades de ésta, siendo las encargadas colonizar parte de lo que habría de ser Estados Unidos. A diferencia de la compañía bajo el control militar de Robert Clive, sin embargo, en aquellas las funciones de gobierno correspondieron a la Corona. En el caso de la India, por el contrario, habría que esperar hasta 1858 para que la Corona británica asumiera directamente las responsabilidades de gobierno sobre ese territorio. Hasta entonces, las mismas estuvieron en manos privadas. No obstante, todavía para finales del siglo XIX e inicio del XX, Cecil Rhodes al frente de varias compañías privadas británicas, logró hacerse con el control de Suráfrica y Rhodesia (actuales Zambia y Zimbabue).

La compañía del siglo XXI, expresión de la globalización económica, ha representado la antítesis de lo anterior. Ello merece un poco de explicación. La línea de ensamblaje, que desde los tiempos de Henry Ford se convirtió en la esencia de los procesos fabriles, ha llegado a un punto tal de especialización que ha terminado por desmembrarse. Los numerosos componentes de un mismo producto final pasaron a ser manufacturados en fábricas localizadas en distintos países. Dentro de dicho modelo, la gran corporación se abocó a buscar al obrero de menor costo para cada fase del proceso de manufactura, dondequiera que este se encontrase. Pero, a la vez, fue a la caza del ingeniero, del analista financiero, del contador o del encargado de atención al público de costos más económicos, también en cualquier parte del mundo. Esto último exigía, desde luego, que se dirigiese a aquellos países donde confluían mayores niveles de calificación y menores costos para cada función específica. Lo anterior fue logrado por vía de la externalización masiva de funciones.

Ello implicó externalizar labores de manufactura y servicios a otros países, pero a la vez, y más significativo aún, externalizar a otras compañías dichos procesos y responsabilidades. Las funciones fabriles o de servicios, a las que hacíamos referencia, no eran realizadas directamente por las propias empresas multinacionales, sino contratadas a terceros, con frecuencia a empresas locales en los países involucrados. Es decir, a compañías diseminadas en las más diversas latitudes. Lo anterior, con el objetivo de desembarazarse de obligaciones laborales que, de otra manera, pesarían sobre sus arcas.
En función de esta tendencia, la gran corporación de comienzos de este siglo tendió a desembarazarse de todo aquello que no le resultase medular. Al final, la gran corporación terminó resguardando celosamente marcas y patentes, que resultaban sus dos activos fundamentales, y externalizando tantas funciones como les resultase posible. Ello tendió a otorgar un carácter crecientemente incorpóreo a las multinacionales. De allí el contraste con las compañías de las indias orientales inglesas, holandesas o francesas a las que nos referíamos. Mientras la materialidad absoluta de aquellas se traducía en ejércitos y armadas, las grandes compañías del siglo XXI buscaban deshacerse de responsabilidades directas, tornándose cada vez más inmateriales.

Ahora bien, los cambios recientes han comenzado a echar por tierra la inmaterialidad que caracterizó a la gran empresa en los primeros lustros de este siglo. El regreso de la geopolítica por la puerta grande, la fractura de las cadenas de suministro globales que aparejó el COVID y el abaratamiento de costos productivos en los países desarrollados traídos por la tecnología, entre otras razones, han socavado profundamente a la globalización. ¿Cómo seguir poniendo la propia seguridad económica en manos de naciones ajenas e incluso hostiles? ¿Para qué seguir asumiendo el riesgo de depender de cadenas de suministro interoceánicas susceptibles de disrupción? ¿Para qué preocuparse por el obrero de menor costo o por el proveedor de servicio más económico, en tierras lejanas, cuando la alta tecnología permite encontrar la rentabilidad sin salir de casa? La noción de que es conveniente externalizar todas aquellas funciones que no resulten medulares, pierde toda razón de ser bajo el orden de cosas que está tomando forma.

La reaparición en Estados Unidos de las políticas industriales, del proteccionismo y de la integración vertical de sus corporaciones, está empujando en esa dirección. Todo ello está confluyendo a propiciar el regreso a casa (o cerca de casa) de las empresas. Nuevamente, éstas buscan reconstituirse, reestructurarse, fortalecerse. La pauta que dicta Estados Unidos tiende a replicarse también en otros lugares.



Sin embargo, la inmaterialidad de las compañías de nuestro tiempo sigue aún subsistiendo, en importante medida, en las más poderosas de entre ellas: Las de alta tecnología. Empresas como Google o Facebook sobrepasan con creces, por vía de sus algoritmos, todo el poder que llegaron a tener a través de sus ejércitos y cañones las compañías de las indias orientales a las que hacíamos referencia. Baste recordar el caso que se presentó en noviembre de 2023 en OpenAI, empresa prodigio en el campo de la Inteligencia Artificial y pionera del llamado ChatGPT. En esa ocasión, ante el despido de su presidente y fundador, Sam Altman, por parte de la junta directiva, el 70% de la plantilla de la empresa se rebeló. En efecto, 738 de los 770 empleados de la compañía exigieron la renuncia de los miembros de dicha junta. En otras palabras, una empresa que esta revolucionando la productividad y el saber contemporáneos, exhibía una plantilla que no llegaba a los 800 empleados. ¿Qué mayor muestra de inmaterialidad que ésta? La omnipresencia del poder que una compañía como ésta representa, es algo que jamás hubiese podido imaginar un Robert Clive a pesar de su armamento y sus miles de soldados.
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