El escritor peruano, Premio Nobel, conversa con Rómulo Betancourt (1977)
CHARLA CON UN VIEJO ZORRO
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Mario Vargas Llosa

Estaba alistando maletas para partir de Caracas cuando me avisaron que Rómulo Betancourt quería verme. El intermediario, por lo demás, me hizo saber que el expresidente, representante de Venezuela en la comisión que hace las invitaciones anuales para ocupar la cátedra Simón Bolívar, en Cambridge, había votado mi nombre. Pero no solo fui a su casa por una razón de cortesía, sino sobre todo por curiosidad: las figuras políticas me han producido siempre una fascinación entomológica (y, al mismo tiempo, una especie de alegría).

Su casa, la Quinta Pacairigua, en un barrio residencial, no es demasiado lujosa para los niveles sauditas venezolanos. Me sorprendió el numeroso servicio de guardaespaldas, en el interior y el exterior. Además de su hija Virginia, sencilla y muy simpática, estaba allí su esposa, una exprofesora, creo, que habló de libros con soltura, y había también periodistas y fotógrafos. Betancourt lleva bastante bien sus setenta años. Hace algunos meses corrieron rumores sobre una enfermedad gravísima, pero él dice que el peligro se ha disipado: se trató apenas de una intoxicación causada por los remedios. Se siente ahora, repite, como nuevo.

«Usted sabrá que, en la época de las guerrillas, yo fui uno de los hombres más odiados y atacados en América Latina», es una de las cosas que le oí decir en la hora y media que pasé con él. Por supuesto que lo sabía. Su Gobierno me pareció también a mí, como a tantos en América Latina, represivo y con ribetes autoritarios. Pero lo que ha ocurrido luego en el continente, y el contraste entre ello y el caso de Venezuela, me ha llevado a revisar ese juicio. El Gobierno de Betancourt reprimió duramente a quienes se alzaron en armas y no hay duda de que, en esa lucha, cometió abusos y violaciones de la legalidad y de los derechos humanos.

Pero es cierto, también, que su régimen sentó las bases de un sistema democrático que viene funcionando sin interrupciones y que parece hoy (toquemos madera) bastante sólido. Es lo que dice a Betancourt el ensayista francés Jean-François Revel –el autor de La tentación totalitaria– en una carta que aquel me enseña: «Es usted el único dirigente político sudamericano que encontró la manera de enrumbar a su país por un sendero democrático». Hay una pregunta, sin embargo, que surge cada vez que uno observa el caso venezolano: ¿la bonanza económica, esa prosperidad que golpea al forastero desde el aeropuerto, no ha sido el elemento decisivo para que las instituciones democráticas resultaran allí operantes?
Varias de mis preguntas a Betancourt se refieren a este asunto: ¿Por qué en su país los militares respetan el poder constitucional y en otros no ocurre lo mismo?

Su respuesta es larga y elaborada, y no tengo más remedio que abreviarla. Nosotros (es decir, su partido, Acción Democrática), dice, desde 1945 trabajamos con un grupo de oficiales jóvenes, constitucionalistas, partidarios de reformas profundas en la estructura del país. Ellos, a la caída de Pérez Jiménez, se convirtieron en la espina dorsal de la reforma de las Fuerzas Armadas, que pasó a retiro a los elementos golpistas y se empeñó en hacer del Ejército un cuerpo esencialmente técnico y educado de manera sistemática en el respeto del orden legal.

El momento crítico, prosigue Betancourt, sobrevino al estallar el movimiento guerrillero contra mi Gobierno. La lucha contra la guerrilla no la dirigió el Ejército; la dirigí yo. Mi Gobierno no abdicó de esa responsabilidad, como hicieron otros Gobiernos civiles en América Latina, por cautela política, prefiriendo que fueran los militares quienes se ensuciaran las manos. Aquí fue el Gobierno civil quien, desde el primer momento, asumió esa tarea, arrostrando la impopularidad y a pesar de la feroz campaña internacional en contra nuestra. Los militares respetan a quienes saben mandar. (No hay duda que él sabe y que le gusta hacerlo: al decir estas cosas, gesticula con energía).

Veo sus manos con las cicatrices de las quemaduras del atentado que preparó contra él un comando enviado por el generalísimo Trujillo (que lo odiaba, dicen, más que a Fidel Castro). He oído contar la historia de su comportamiento en esas circunstancias, y él me la reseña de nuevo: cómo habló por la radio estando herido y cómo se hizo llevar al palacio presidencial de Miraflores («el símbolo del poder», dice) para mostrar al país que la jefatura del Gobierno se mantenía en pie.

Está escribiendo ahora sus memorias y cuenta que haber leído, hace poco, la autobiografía de Arthur Koestler lo ha inducido a cambiar todo su plan. Al principio había decidido escribir un libro puramente político, dejando de lado lo que fuera personal e íntimo. Ahora, en cambio, hablará también de su vida privada. ¿Hasta qué extremos llegará la confidencia? Durante la charla, deja ver algunos cabos sueltos. De joven escribió cuentos, inspirados en ciertas lecturas, como Emile Zola. Su esposa lo refuta con convicción: la influencia ostentosa, le asegura, es la de Anatole France, Él habla de uno de esos relatos con melancolía y burla. Se llamaba (horriblemente) «Maritza la nómada» y la musa que lo estimuló a escribirlo era una españolita de ese nombre de la que estaba enamorado, Se empeña en hablar de literatura, en tanto que yo trato de empujarlo hacia el terreno político (en el que lo supongo mucho más competente). Se entusiasma recordando la autobiografía de Trotski, una novela («de 1.400 páginas») sobre la fundación del estado de Luisiana y me cita algunas tradiciones de Ricardo Palma. Durante mucho tiempo se ganó la vida escribiendo artículos, de manera que se siente también, en cierta forma, periodista. Ha pasado veinte años en el exilio, cinco en la cárcel y a fin de año celebrará medio siglo de actividad política.

Durante buena parte de la hora y media me pareció hablar con espontaneidad. Solo en un momento tuve la impresión de que (lo que me ha ocurrido siempre con todos los políticos que he entrevistado) pronunciaba un discurso. Una tirada algo solemne sobre la vocación rebelde y heroica del pueblo venezolano, que es, afirma golpeando el brazo del sillón, quien ha hecho la verdadera revolución en América Latina: la democrática. «¿Por qué cree usted que se fueron esos hombres detrás de Bolívar hasta el Titicaca?». Cree que el mestizaje generalizado y precoz que experimentó la sociedad venezolana creó ese tipo audaz y combativo. «Aquí nos mezclamos todos muy pronto, no ocurrió lo que en el Perú», dice. Y me cuenta una anécdota. En los años treinta estuvo en Lima, con una delegación, y lo impresionó mucho una entrevista que tuvo, en el diario El Comercio, donde él y sus compañeros fueron recibidos «por dos caballeros con monóculo, que se llamaban, uno, Miró Quesada y, el otro, Manzanilla». Uno de ellos le habría preguntado: «¿Qué raza es la que predomina en su país?». «Los mulatos como yo, señor». «Ajá», habría respondido, pensativamente, uno de los caballeros. Mientras el otro comentaba: «¿Sabía usted que aquí en el Perú se le decía a Bolívar el Zambo Bolívar?».

Me asegura que hay una carta del Libertador, firmada en la Magdalena, pidiéndole a un amigo de Caracas que enviara mulatos a socorrerlo, pues las impetuosas limeñas lo estaban tuberculizando.

Pese a la abundancia de dictaduras en el continente, se muestra optimista respecto al futuro de América Latina. Piensa que la política del presidente Carter de los derechos humanos ha creado una dinámica muy fuerte a favor de la instalación de gobiernos constitucionales. «Hasta Stroessner se ha visto obligado a hablar de dejar el poder», bromea. Se refiere con elogio al movimiento cívico en Brasil, a los manifiestos intelectuales («presidido por nuestro amigo Jorge Amado»), de periodistas, de profesionales, «hasta de futbolistas» pidiendo la transferencia de poder a los civiles mediante elecciones. Está convencido de que en pocos años puede ocurrir lo que al finalizar la Segunda Guerra Mundial: una oleada democrática por todo el continente. Respecto al acercamiento diplomático entre Cuba y Estados Unidos, se limita a comentar:
«Por el momento el acercamiento se reduce a que Cuba mandará a Washington dieciséis agentes del G-Dos y Washington a La Habana dieciséis agentes de la CIA».

Como voy a perder el avión, tengo que despedirme precipitadamente. En la puerta de calle, me regala una especie de estampa que no tengo tiempo de ojear. Aquí, en el largo vuelo trasatlántico, descubro que es la historia de una estatuilla que he visto en su escritorio. La Negra Josefina, una vagabunda de las calles de Caracas que asaltaba a los transeúntes pidiendo «un mediecito»; hace unos treinta años, sirvió de modelo al autor de la obra, Santiago Poletto Lamberti. Se trata de una mulata, por supuesto.

AMÉRICA 2.1

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