Alfredo Toro Hardy
En nuestro artículo pasado analizábamos la política exterior de Xi Jinping bajo la óptica de tres elementos: Propósito, credibilidad y eficiencia. Referíamos allí que el propósito de la misma obtenía una alta calificación, pues los objetivos que perseguía eran claros y bien definidos. La credibilidad se encontraba en un rango intermedio: Extremadamente baja frente al mundo Occidental y a la mayoría de sus vecinos y, en general, alta en el Sur Global, aunque con significativos puntos de fragilidad en también esta última esfera. Finalmente, en términos de eficiencia su política exterior resultaba poco menos que desastrosa. Bajo Xi Jinping las áreas de conflictividad internacional han proliferado, aumentando de manera exponencial los obstáculos que se le plantean a ese país para la materialización de los objetivos contenidos en su propósito.
En efecto, si por eficiencia se entiende la capacidad para facilitar la obtención de los resultados deseados, Xi no ha hecho más que sembrar dificultades. Sin embargo, no siempre fue así. Si algo caracterizó a la política exterior china durante las décadas precedentes a la llegada de Xi, fue un muy alto nivel de eficiencia. Bien valdría la pena referirnos a ello.
El área de la eficiencia resulta particularmente complejo y sensible para China. Ello, por lo extraordinariamente ambicioso que resulta su propósito. Hasta 2008, sin embargo, China resultó inmensamente exitosa, logrando emerger sin alarmar. Ello dio forma al auténtico milagro geopolítico de emerger aceleradamente sin alarmar a los Estados Unidos. De hecho, pocos países han logrado realizar un esfuerzo tan deliberado y sistemático para proyectar una imagen no amenazante de su ascenso económico y político, como el evidenciado por China hasta el 2008.
Lo anterior incluyó la noción del llamado
“emerger pacífico de China”. Este se planteaba como una vía radicalmente distinta a la seguida por Alemania antes de la Primera Guerra Mundial o a la de Alemania y Japón en relación a la Segunda. Mientras aquellos hicieron manifiesta su intención de alterar en su favor el ordenamiento internacional prevaleciente, transformándose en factores de conflicto y disonancia, China supo proyectar la imagen de que no representaba una amenaza para nadie. Su planteamiento, por el contrario, se sustentaba en la búsqueda de beneficios recíprocos en su relación con los demás integrantes de la comunidad internacional. Se trató de una brillante estrategia de mercadeo de poder suave, que logró proporcionarle al país inmensos dividendos de buena voluntad internacional. (
J. Cooper Ramo, Brand China. London: The Foreign Policy Centre, 2007).
Para materializar la reunificación con Taiwán, Pekín recurría a la noción de
“un país, dos sistemas”, llamada a garantizarle a la isla un elevado nivel de autonomía. Más aún, propiciaba la interconexión económica con ésta como fórmula natural para generar un acercamiento creciente y un aumento de la buena voluntad hacia su régimen. En relación a los diferendos limítrofes postergó la resolución de los mismos, de acuerdo a la célebre fórmula de Deng Xiaoping, a la
“sabiduría de las generaciones futuras”. Cuando los desencuentros con los vecinos en el Mar de Sur de China hicieron necesario afrontar los problemas, China propuso un Código de Conducta para manejar estos de la manera más racional y pacífica posible. En definitiva, China mantenía como guía de acción el consejo dado por Deng Xiaoping a sus sucesores:
“Enfrenta calmadamente las situaciones; esconde la propia fortaleza y gana tiempo; mantén el bajo perfil y nunca reclames una posición de liderazgo”. (H. Kissinger,
On China. New York: Penguin Books, 2012, p. 441).
Escribiendo en 2008, poco antes de que el cambio hacia una política exterior más asertiva comenzara a tomar forma en China, Mark Leonard escribía lo siguiente de esa nación:
“Al igual que Europa este país tiene muchas cualidades propias del siglo XXI. Sus líderes pregonan una doctrina de estabilidad y armonía social. Sus militares hablan más en términos de poder suave que de poder duro. Sus diplomáticos persiguen el multilateralismo en lugar del unilateralismo. Y su estrategia se sustenta más en el comercio que en la guerra”. Esta frase encapsulaba bien la manera en la que China era percibida alrededor del mundo, incluyendo a Occidente. No en balde, una encuesta global del año 2005 celebrada por la BBC, señalaba que la mayoría de los consultados, en países de cinco continentes, mantenían una opinión altamente favorable de China. Lo más curioso es que tal visión prevalecía entre los propios países vecinos de China. No en balde, la facilidad con las que se abrían las puertas a China. (M. Leonard,
What Does China Think? New York: Public Affairs, 2008, p. 109; Oxford Analytica, “Survey on China”, September 20, 2005).
El año 2008 representó un punto de inflexión. Diversos eventos que convergieron en ese año, hicieron que la visión que China tenía de sí misma se acrecentara, así como su sentimiento nacionalista. Ello se tradujo en una política exterior más asertiva. Entre tales acontecimientos se encontraron los siguientes. La mayor crisis económica global desde 1929, resultante de los excesos financieros y de la incapacidad para regularse evidenciadas por los Estados Unidos. La rapidez y eficiencia con la cual China pudo evitar el contagio resultante de dicha crisis. El hecho que el crecimiento económico chino fuese factor determinante para evitar que el mundo entero se viese arrastrado por la crisis. A las dosis masivas de auto estima de allí resultantes, se le unió la extraordinaria eficiencia que caracterizó a la Olimpíada de Pekín de ese año.
En definitiva, de la misma manera en que Estados Unidos resultaba no ser el gigante que ellos habían supuesto, China demostraba ser mucho más alto de lo que lo que ellos mismos pensaban. A ello se unió, desde luego, el empantanamiento militar estadounidense en Irak y Afganistán y algún tiempo después la crisis del euro en Europa. Bajo tales circunstancias, los consejos dados por Xi Jinping a sus sucesores parecían haber perdido vigencia y la hora de exhibir la propia fortaleza y de reclamar una posición de liderazgo en el mundo, habían llegado.
Si bien este cambio se materializó en los años finales de Hu Jintao, el mismo se aceleró de manera drástica a partir de la llegada a la presidencia de Xi Jinping en 2013. Este último volvió la política exterior mucho más confrontacional, arrogante y rígida. Desde su llegada a la presidencia las áreas de conflicto pasaron a multiplicarse. Al cerrarse en Hong Kong la opción de
“un país, dos sistemas”, para imponerse un régimen autoritario y represivo, se cerró al mismo tiempo toda posibilidad de reunificación pacífica con Taiwán. Desde entonces, la retórica belicista y la preparación para una futura invasión, ocuparon todo el espacio. En los mares del Sur y del Este de China, Pekín ha asumido el papel de guapetón de barrio, haciendo de la prepotencia, la amenaza y la coerción sus políticas predilectas. Por doquier, las fórmulas del poder más duro pasaron a sustituir al poder suave que prevaleció en el pasado. Más aún, invirtiendo los términos del consejo de Deng Xiaoping, con respeto al esconder las propias fortalezas y ganar tiempo, China pasó a desafiar frontalmente a Estados Unidos desde una posición de debilidad relativa.
Una y otra vez ha insistido en que los próximos diez a quince años evidenciaran una inversión en la correlación de poder entre ambos, con China emergiendo a la cabeza.
En definitiva, China ha propiciado la aparición de un conjunto de coaliciones abocadas a contenerla. Desde Estados Unidos hasta la OTAN, desde Japón hasta Corea del Sur, desde la India hasta Australia, desde Filipinas a Canadá, las fuerzas abocadas a dificultar cada paso dado por China, en persecución de su propósito, se han multiplicado. Sólo mediante la guerra podría China aspirar a salir del atolladero en el que sus acciones la han colocado y la guerra, con contrincantes de ese calibre, no puede nunca resultar la solución.
Si la eficiencia en política exterior se asocia con nociones tales como la sagacidad, la flexibilidad, la astucia, la sutileza, el olfato político o la capacidad para dividir a los adversarios, Xi Jinping representa todo lo opuesto. Cual elefante en cristalería, el líder chino avasalla. Al aumentar exponencialmente, como resultado, los obstáculos para el logro de sus objetivos, Xi ha hecho patente su inmensa ineficiencia.