El fotógrafo surcoreano Yang Seung-Woo fue el primer extranjero galardonado con el Premio Domon Ken, quien recientemente publicó Nimotsu (Equipaje)
EL FOTÓGRAFO DE LOS BAJOS FONDOS DE JAPÓN
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Watanabe Reiko

FOTOGRAFÍA SIN HABER TOCADO NUNCA UNA CÁMARA

Yang Seung-Woo nació y creció en una apacible región agrícola del suroeste de Corea del Sur. De pequeño soñaba con convertirse en campeón mundial de boxeo, pero en su entorno rural no había ningún gimnasio a una distancia razonable de casa. Nos cuenta que en el segundo curso de secundaria se desvió un poco del camino recto y empezó a hacer gamberradas. Al terminar el servicio militar, a los 23 años, volvió a juntarse con malas compañías y luego decidió “cruzar el mar para ir a Japón” buscando “un lugar que no fuera donde estaba”.

Llegó a Japón con 30 años y dedicó los primeros seis meses a estudiar japonés en una academia. Aprendió el idioma aplicándose como nunca en la vida, con tal fervor que, según dice, casi le salía humo de la cabeza. Solicitar plaza en un instituto de formación profesional en fotografía para obtener el visado de estudiante se convirtió en una oportunidad que le marcaría el futuro. “No es que me interesara la fotografía; elegí aquel centro por la ubicación”, admite entre risas.

Yang no había tocado una cámara en su vida, pero en el centro de formación profesional se le despertó el interés por la fotografía. Reunió dinero mediante becas y trabajos por horas y se matriculó en el grado de Fotografía de la Universidad Politécnica de Tokio, donde aprendió fotoperiodismo.

 Siguiendo las enseñanzas de su tutora, la fotoperiodista Ōishi Yoshino, que lo animó a fotografiar lo que a él le gustara, empezó a frecuentar el barrio de Kabuki-chō. Equipado con unas cajas de cartón a modo de cuartel de operaciones, pasaba desde la noche del viernes hasta la del domingo fotografiando el barrio, y entre semana se dedicaba a revelar los carretes en el cuarto oscuro de la universidad. Pasó unos ocho años inmortalizando aquella zona.

“KABUKI-CHŌ ME SALVÓ LA VIDA”

“Cuando empecé a fotografiar Kabuki-chō, tenía la impresión errónea de que las ‘fotos buenas’ debían ser imágenes llamativas que resultaran impactantes y estimulantes, como las que muestran incidentes o accidentes”, explica Yang, que también confiesa que, si se quedaba a dormir por las calles del barrio en lugar de volver a casa, era porque “temía que si no estaba siempre allí pasara algo en mi ausencia”. Vivía desesperado por evitar que otros le robaran los momentos clave.

Abordaba a los yakuza que merodeaban por el barrio y, preparado por si le soltaban un golpe, los abordaba diciendo: “Estudio fotografía. ¿Te puedo sacar unas fotos?”. Luego revelaba las imágenes, se las regalaba y ellos quedaban encantados. Llegó a establecer relaciones de tanta confianza con algunos que le permitían que inmortalizara los tatuajes de la espalda, las manos con dedos amputados y los propios dedos conservados en formol.

Una vez, en plena noche, Yang vio a un niño que dormía solo sobre unos cartones en Kabuki-chō y el objetivo de su cámara empezó a virar paulatinamente hacia otras direcciones: “Me extrañó que hubiera un niño durmiendo allí a esas horas. Empecé a andar por el barrio observándo el lugar desde otros puntos de vista, y me di cuenta para mi sorpresa de que había muchos chavales como aquel. Esperaban en la intemperie a sus madres, que trabajaban como hostess en establecimientos nocturnos. Me entró la necesidad de transmitir que en Kabuki-chō no todo eran yakuza y que, si de verdad iba a fotografiar el barrio a mi manera, había muchos otros aspectos que debía mostrar”.

La colección de fotografías del barrio que había acumulado culminó en el libro Shinjuku maigo (Un niño perdido en Shinjuku). Sin embargo, Yang se vio obligado a pasar una larga temporada de penurias hasta que la Zen Foto Gallery lo “descubrió”. Las editoriales lo rechazaban porque, a pesar de que sus fotos les parecían interesantes, contenían imágenes de mafiosos. Estuvo a punto de tirar la toalla y abandonar la fotografía.

“Como me daba vergüenza abandonar sin más, pensé que me provocaría un accidente y me haría daño para usarlo como excusa”, recuerda. Se emborrachó como una cuba y recorrió todo el camino desde Shinjuku hasta su apartamento en Ikebukuro, donde vivía entonces, haciendo fotos sin parar.

Al día siguiente se levantó con todo el cuerpo dolorido, pero sin ninguna lesión. Cuando reveló los carretes de la cámara, vio que todos los semáforos fotografiados estaban en rojo y se horrorizó de comprobar que no se había parado en ellos. Sintió que Kabuki-chō le había salvado la vida tras salir ileso de aquella apuesta temeraria consigo mismo, y decidió seguir esforzándose un poco más.



VENDEDOR AMBULANTE

Además de dedicarse a capturar Kabuki-chō con la cámara, Yang Seung-Woo cuenta con un variado currículum de trabajos por horas. Después de terminar los estudios de posgrado, sobrevivió encadenando duros oficios de fuerza como el de mozo de carga de obras —subiendo materiales pesados a los andamios— o el de instalador de moquetas. También fue hasta Malasia y el Congo para buscar yacimientos de petróleo y trabajó tantas horas en un taller de té en Shizuoka que las manos se le quedaron teñidas de verde.

Las fotografías que tomó gracias a aquellas experiencias laborales quedaron recopiladas en los libros Yang-tarō, baka-tarō (Perdón por ser tan bruto) y Tekiya (Vendedor ambulante). Se estableció como vendedor ambulante porque se le ocurrió que podría sacar fotos mientras trabajaba, y “matar así dos pájaros de un tiro”. Mediante los contactos que logró con aquel trabajo llegó a inmortalizar el acto de sucesión del líder de un clan yakuza. Posee un don de gentes y una iniciativa impresionantes.

Con todo, en el proceso hasta llegar a hacerse con aquel valioso testimonio documental, se pasó de estricto: “Tardé más de un año en desenfundar la cámara desde que empecé a trabajar como vendedor ambulante. No podía ponerme a hacer fotos hasta que estuviera satisfecho con mi trabajo. Hace ya diez años que empecé y este año también trabajé como tekiya por Año Nuevo”.



¿QUÉ LLEVAN LOS SINTECHO EN EL EQUIPAJE?

“El equipaje que las personas sin hogar acarrean, protegiéndolo con el máximo celo, ¿resume las vidas de cada una de ellas?”. Esta es la incógnita que dio comienzo a la serie Nimotsu (Equipaje), que Yang emprendió en torno a 2008. Empezó a hablar con los sintecho de la calle, retratándolos a ellos y a sus posesiones. Fotografió a más de 60 personas, principalmente en dos zonas del distrito de Shinjuku: el barrio de Kabuki-chō y los alrededores del complejo de vivienda pública de Toyama.

La primera persona que inmortalizó para el proyecto fue el hombre con gabardina que aparece en la portada del libro. Yang ya lo conocía de vista desde antes y le pidió que le mostrara el contenido de su bolsa. Al principio, el señor se sintió intimidado por aquella petición repentina, pero acabó esparciendo todas sus posesiones sobre unos cartones. De la bolsa salió un bote abierto de mayonesa, por lo que Yang lo bautizó como Mr. Mayonnaise.

“Esperaba que del equipaje saldrían tesoros que evocaran ciertos recuerdos, como fotografías de los hijos, por ejemplo. La realidad fue que no todo eran cosas de tanto valor sentimental (ríe). Está claro que la comida es lo más importante para sobrevivir”.

Las personas que fue conociendo eran estimados vecinos para Yang, que dormía en la calle para tomar sus fotografías. Descubrió que había dos tipos de sintecho: los sociables que viven apaciblemente y los que han cortado los vínculos con la sociedad por voluntad propia. No todos quieren aislarse; de hecho, da la sensación de que la mayoría se sienten solos y desean hablar con alguien. Entablando la conversación con cualquier excusa (“Qué calor hace, ¿eh?”, “¿Estás bien?”, “¿Te apetece beber algo?”), suelen prestarse gustosos a que los fotografíen.

Hay personas que se dejan fotografiar, pero se niegan a responder a ningún tipo de pregunta. Cuando acceden a posar, Yang pasa como mínimo treinta minutos —a veces, hasta 3 horas— bebiendo y charlando con ellos en la calle. “Casi todos me cuentan lo mismo una y otra vez, pero yo reacciono siempre como si fuera la primera”, admite riendo.

Las siete cosas que suele preguntar Yang a sus modelos son el año de nacimiento, el lugar de origen, el nombre, los trabajos que han desempeñado, el sueño de la infancia, el sueño actual y el mensaje que quieren transmitir al mundo. Sobre el motivo de preguntarles el sueño de la infancia, explica: “Aunque seguramente todos tenían algún sueño de pequeños, lo habrán olvidado. Les pido que hagan memoria de nuevo. Y también les pregunto con qué sueñan ahora”.

Yang recuerda a un hombre sin techo procedente de la prefectura de Kagoshima con quien tuvo contacto durante mucho tiempo: “Se pasaba todo el día bebiendo. Desde hace unos seis años veía que aún seguía vivo, pero falleció el año pasado. Se tomó la última copa debajo de un viaducto, se encendió un cigarro y se desplomó. En cierto sentido, quizás fue lo mejor que le podía pasar, porque siempre decía que era así como quería morir”.



“DENTRO DE CINCO AÑOS, VOLVERÉ A FOTOGRAFIARTE”

Actualmente Yang trabaja en un nuevo proyecto en el que retrata a jóvenes surcoreanos. Todo empezó cuando vio una noticia que salió cuando ocurrió el accidente de la estampida humana en el barrio de Itaewon de Seúl, justo antes de Halloween en 2022, que afirmaba que Corea del Sur tenía la tasa de suicidio juvenil más elevada del mundo: “Justo tenía programada una exposición fotográfica en Corea, así que me propuse hablar un poco con los muchachos. Entre los que visitan mis exposiciones abundan los jóvenes con problemas de salud mental. Hoy en día en Corea existe una competencia académica aún más encarnizada que la de Japón y muchos jóvenes lo pasan mal porque, si no logran acceder a la universidad, la sociedad deja de tratarlos como a seres humanos. Cuando ven mis fotos de mafiosos japoneses y delincuentes surcoreanos, rompen a llorar y me dicen que les inspiran valor”.

“¿Qué hago cuando se ponen así? Pues no es necesario decirles nada especial. Me quedo en silencio, les doy una palmadita en el hombro, les propongo salir a fumarse un cigarro conmigo y aceptan la invitación de buen grado. Fue así como empecé una serie de retratos en sus lugares favoritos. Les pido que saquen lo que están pensando, aunque sean palabras soeces, y les prometo que en cinco años volveré a fotografiarlos. Ojalá les entren ganas de seguir viviendo esos cinco años para volver a hacerse fotos conmigo”.

Al final de la entrevista Yang me enseña, satisfecho, las fotos de los jóvenes coreanos en su teléfono y comenta: “Esta serie es realmente increíble”. Viendo su perfil, pienso que debe de sentirse identificado con ellos porque él mismo estuvo a punto de acabar descarriado en su juventud.

Parece que todos aquellos a los que Yang apunta con su objetivo le abren su corazón: “Empiezo por abordar a las personas con quienes me interesa hablar desde su perspectiva. Siempre con una sonrisa, claro”.


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