Alfredo Toro Hardy
Aunque la Segunda Guerra Mundial tuvo un alto costo en vidas para Estados Unidos, este resultó considerablemente menor que para aquellos países que tuvieron que enfrentarla en la primera línea de combate. Más aún, el resurgimiento económico representado por el esfuerzo industrial bélico, elevó la economía de ese país a niveles sin precedentes. Estados Unidos emergió de ese conflicto, en efecto, como la nación más rica y poderosa del mundo. Su PIB, que en 1939 rondaba los mil millones de dólares, se disparó a 135 millardos de dólares en 1945, habiendo duplicado su capacidad productiva durante esos seis años. La guerra permitió la creación de 17 millones de nuevos empleos, dobló los salarios de la nación e hizo posible que los ahorros se multiplicaran siete veces. Al final de este conflicto, el nivel de vida no sólo había aumentado sino que el desempleo que había asolado al país antes del mismo desapareció. Al mismo tiempo, no sólo detentaba el monopolio de la bomba atómica sino que su Armada resultaba mayor que el resto de las flotas de guerra del mundo combinadas y su Fuerza Aérea ejercía el control de los cielos. (G.C. Herring, G.C., From Colony to Superpower, Oxford: Oxford University Press, 2008; I. Bremmer, Every Nation for Itself, New York: Portfolio, 2013).
A la inversa, en Alemania la guerra destruyó 40 por ciento de sus edificaciones en las 50 principales ciudades del país, conduciendo, al mismo tiempo, al colapso de su aparato productivo. En Italia, una tercera parte de sus activos fueron destruidos.
Japón perdió más de un 80 por ciento de su territorio de pre-guerra, mientras que un 80 por ciento de su maquinaria fue destruida y su producción de carbón fue reducida a una octava parte de la de antes de la guerra.
Francia vio desaparecer un 20 por ciento de sus casas, la mitad de su ganado, dos terceras partes de su sistema ferroviario y alrededor de un 40 por ciento de la riqueza nacional.
El Reino Unido pasó de ser el mayor acreedor financiero del planeta para transformarse en una nación fuertemente endeudada, mientras la libra esterlina perdió su condición de divisa líder y su comercio internacional se redujo en un 30 por ciento.
En China, la devastación prevaleció luego de la ocupación japonesa, mientras el país se adentró de nuevo en una sangrienta guerra civil. La Unión Soviética no sólo perdió 25 millones de vidas, sino que 70.000 núcleos urbanos fueron destruidos (Bremmer, Op. cit.).
Para los Estados Unidos este hubiese debido ser un momento de suprema confianza en si mismo y en su liderazgo internacional indisputado. Paradójicamente, fue un tiempo en el que prevaleció la inseguridad y la incertidumbre. Habiéndose sentido protegidos por dos grandes océanos antes de la guerra, sus ciudadanos habían tomado conciencia de lo profunda que resultaba su interconexión con el resto del mundo. Como resultado, comprendían que sólo a través de un entorno internacional favorable a sus valores y a sus intereses sería posible encontrar un nivel razonable de protección. Su mayor temor se focalizaba en un agresivo Stalin. A pesar de haber sufrido pérdidas devastadoras durante la Segunda Guerra, la Unión Soviética emergía de ella como un gigante militar. Un gigante susceptible de explotar en beneficio de su ideología, la fragilidad extrema en la que se encontraban muchas naciones de Europa y Asia.
La respuesta más articulada frente a la amenaza soviética, aquello que Churchill denominaba como el objetivo estratégico predominante, habría de provenir de una figura relativamente menor dentro del estamento burocrático estadounidense. George Kennan, el joven Encargado de Negocios de su Embajada en Moscú, habría de escribir en 1946 un telegrama de ocho mil palabras a su Departamento de Estado el que sentaba las bases de lo que habría de convertirse en la guía primigenia de acción de Estados Unidos durante las próximas más de cuatro décadas. En su telegrama señalaba que el ancestral expansionismo ruso había sido reforzado por el impulso misionero de la ideología comunista. De no asumirse una postura resuelta frente a ello, Estados Unidos corría el riesgo de ver como uno tras otro de los países localizados entre la Unión Soviética y los Estados Unidos irían siendo subyugados por aquella. Ello iría progresivamente reduciendo a Estados Unidos a una situación de impotencia y abandono. La única respuesta posible a esta amenaza era un esfuerzo de contención sistemático, firme y a largo plazo al impulso expansionista soviético. Es decir, una política de contención. El impacto causado en las esferas del poder de Washington por el argumento de Kennan, fue poco tiempo después reforzado por la gráfica narrativa de Winston Churchill. En un importante discurso pronunciado ese mismo año en Foulton, Missouri, este señalaba que una “Cortina de Hierro” había caído sobre Europa como resultado de una Unión Soviética que buscaba la expansión sin límites de su sistema y de su ideología (Gaddis, J.L., Strategies of Containment, Oxford: Oxford University Press, 1982).
Más de cuarenta años de Guerra Fría seguirían.