Otra canícula más sobre este piélago de las civilizaciones, viendo a los emigrantes soñadores ahogados, apiñarse igual a racimos de uvas sobadas por los abejones de las costas mediterráneas
TÓRRIDO VERANO MEDITERRÁNEO
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Rafael del Naranco

A partir del largo santiamén en que uno recuerda, las bicicletas son para el verano. Con ellas se atraviesan ciudades, poblaciones, majadas, y se realizan paseos en las orillas de los cortos riachuelos en cada una de las calzadas hispánicas.

En el espolón o la alameda de la pequeña ciudad provinciana toda ella oliendo a heno seco, bajo las sombras los álamos sombríos, naranjos y olmos erguidos, ojos hay únicamente mirar, al ser esa traslación interior un ir desembarazándose en días calurosos, entre las virutas que han ido dejando en la piel las noches del verano, que en la actual esparcen sequedad en la España donde hoy anidamos, tras dejar la Venezuela de nuestros mejores años, y cuya evocación criolla siguen uno rememorando.

En los veranos de esta heredad ibérica, las bicis descansan a la sombra de los álamos sombríos tan amados por don Antonio Machado en la Soria barbacana, y en cada una de las alamedas de las tierras ibéricas:

“Antes que te derribe, olmo del Duero, con su hacha el leñador, y el carpintero / te convierta en melena de campana, / lanza de carro o yugo de carreta…. quiero anotar en mi cartera /la gracia de tu rama verdecida”.

Lejos de estos surcos y aguas cristalinas, en el mar Mediterráneo que calmó las furias de Ulises y las alucinaciones de Herodoto, son días de despedazada dolencia, tiempo de emigración furtiva sobre barcazas carcomidas por la frenética hambruna venida de la afligida África.

Los que aún reverdecemos en esta orilla mediterránea de las costas valencianas, sabemos que ese piélago azulino es un perpetuo narrador de historias individuales y anónimas, aguijoneadas por ese viento cambiante de nombre y pujanza.

Ahora es mistral, después tramontana, al cruzar las columnas de Hércules entre Gibraltar y Ceuta, lo llama vendaval, para convertirse un poco más allá en levante, siroco o jamsin.
Los expatriados que desesperadamente desde los punto cardinales del África negra e insondable, llegan a las costas de Marruecos y suben, a recuento cruel de todos sus ahorros, a una patera para hacer la travesía de la muerte o consumar un sueño en la ibérica hispánica, saben bien de los vientos despiadados y traicioneros, agazapados como fieras en celo en cada recodo del sinuoso camino mediterráneo.

Ahora, otro verano más sobre este piélago de las civilizaciones, viendo a los emigrantes soñadores sofocarse, apiñados como racimos de uvas sobadas por los moscardones.

Cientos de expatriados han perdido la vida y lo siguen haciendo en aguas mediterráneas. Entre ellos no se incluyen los hallados en aguas marroquíes ni los desaparecidos en el Estrecho de Gibraltar, al no existir una información precisa, y únicamente cuando aparecen sus cuerpos en las playas, o despedazados en los acantilados, pasan a ser un número de una inmensa lista que termina olvidada.

Las llamadas pateras suelen ser el resbaladizo transporte en el que los proscritos tratan de cruzar ese mar de las mil aventuras y camino de civilizaciones. No obstante, en ocasiones, la desesperación y las mafias les hacen optar por otras vías, no menos trágicas: a bordo de camiones frigorífico con el anhelo de intentar entrar en Europa.

Lo hemos enunciado con amargura en otros momentos: la emigración crea una ruptura difícil de explicar, es un ahogo interior que los años, en busca de un mejor vida, no ayudan a amainar, y al alejarse irremediablemente de la esencia materna, del recodo donde hemos pasado la niñez, y en cierta manera nos moldeó como mascarones de proa, preparándonos para surcar el mar de la esperanza, se vuelve añicos.

Pertenecemos a la escala de los desterrados, los soñadores por encima de sus propios tempestuosos anhelos, por eso sabemos bien el significado de dar la vida por alcanzar una costa.

Esa es la causa de que hoy nos duela esta Europa de nuestros anhelos interiores, al ver cerrarse las puertas a cal y canto a los emigrantes, sin reconocer que un Aquiles, un Néstor o el propio crepúsculo de Agamenón, fueron emigrantes.

Todo el continente europeo se ha ido constituyendo desde el mismo principio de su propia existencia, con una considerable hilera de emigraciones a través de toda su existencia.

Y detrás de ellas, al decir de Oriana Fallaci, “está nuestra civilización con Homero, Sócrates, Platón, Aristóteles y Fidias. Está la antigua Grecia con su Partenón y su descubrimiento de la Democracia. Está Roma con su grandeza, sus leyes y su concepción de la Ley. Con su escultura, su literatura y su arquitectura”.

Por esa cognición, duele que esa Europa amada, la de anhelos interiores, ensueños y tragedias, cierre puertas a cal y canto a los desterrados, sombras alargadas de aquellos antiguos viajeros que levantaron la actual civilización con todos los ensueños nuestros.

Siento lo mismo que esa italiana admirable autora de la “Rabia y el Orgullo”, siempre recordada, y aún así, tampoco puedo hacer nada ante este continente malévolo tan cicatero hoy.

Tenemos las manos encadenadas y el alma herida, desencajada. A lo sumo, intentamos desembocar lágrimas unidas a la sangre sobre estas desconsoladas líneas, las mismas que trágicamente han de ser olvidadas sobre el papel de este mismo periódico.

Habrá algo sobre estos lamentos nuestros: ramalazos de olvido que todos los humanos terminaremos siendo.
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