"¿Por qué tenemos a toda esta gente de países (que son un) agujero de mierda viniendo aquí?", en referencia a los países africanos, a Haití y a El Salvador
LA VERGONZANTE COSECHA DEL ODIO
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Manuel Salvador Ramos 

Frase pronunciada por DONALD TRUMP, según The Washington Post.
 
“Pido el voto de cada negro que hay en este país. ¿Qué pueden perder? Viven en la pobreza, sus colegios son malos, no tienen trabajo, el 58% de su juventud está desempleada… ¿qué demonios pueden perder?”dijo en agosto de 2016, dos meses antes de las elecciones presidenciales.

(Frase de DONALD TRUMP en campaña electoral el año 2016)

“¿Por qué es necesario envenenarlo? Es ridículo. Si hubiera sido necesario se habría llevado hasta el final”

(Frase de VLADIMIR PUTIN ante pregunta sobre complicidades en el envenenamiento de Alexéi Navalhni



Las anteriores transcripciones corresponden a respuestas o señalamientos hechos por dos personajes reconocidos, a fin de estudiar los significados subyacentes de sus expresiones, ya que si bien los mismos no conforman un todo doctrinario, el hecho de surgir en momentos circunstanciales expresa una intención deliberada de daño contra quienes se profiere el ataque señalativo.

En la marcha de la historia existen numerosas huellas que marcan las psicopatías de distintos personajes. Son alteraciones que se enraízan en las conductas y muchas veces se interpretan como tenues rasgos de emotividad, pero en realidad son nítidas manifestaciones del perfil conductual del emisor.

DISCURSO DE ODIO Y LA PERFOMATIVIDAD

Ahora bien, discutir sobre esta temática sería de gran utilidad para escudriñar la falsedad discursiva imperante en nuestro país, dado que ya transcurre casi un cuarto de siglo donde analizar la perfomatividad del discurso oficial seguro permitiría encontrar distintas y variadas ejemplificaciones del tópico que hemos de considerar. Sin embargo, la racionalidad del espacio en un mero artículo y las prevenciones que conciernen a nuestra propia seguridad personal, nos constriñen al plano teórico del enfoque, dejando al lector la interpretación conceptual.

Es común minimizar el discurso de odio reduciéndolo a una simple expresión circunstancial de ideas impopulares o hirientes. Nunca es así, porque el sujeto emisor se fundamenta en falacias reduccionistas y siendo éstas un acto de habla, éste logra la implicación por vía indirecta. Son esquemas y usos de vieja data en el nivel relacional de los seres humanos, pero hoy, con la creciente sofisticación del conocimiento, podemos penetrar en la mecánica lingüística y nos percatamos como el discurso de odio se edifica concienzudamente a través de la performatividad.

Para entender correctamente lo que es ese concepto, necesitamos distinguir dos tipos de vehículos: el lenguaje “ordinario” que usamos todos los días para hablar, y el lenguaje filosófico o técnico que utilizamos más en un ámbito universitario o de investigación. Para John Langshaw Austin (1911-1960), eminente filosofo del lenguaje, el mismo no tiene únicamente una utilidad descriptiva del mundo o de los pensamientos de cada persona, sino que también alcanza cualidad performativa para lograr la conexión con el plano de las concreciones. Significa que del juego de palabras y términos derivan consecuencias. Un ejemplo sería el rol de un o una juez en un tribunal al dictar una sentencia; allí las palabras tienen un efecto inmediato. En una idea esquemática, la performatividad del lenguaje significa que no “decimos” una cosa, pero “hacemos” esa cosa a través del idioma.

Una persona que ostenta autoridad es entrevistada en un espacio televisivo y opina, por ejemplo, sobre una acción homofóbica violenta: “Condeno toda violencia… pero la violencia tiene una causa directa en la entrada masiva de inmigrantes ilegales”. Allí no puede verse el complemento aditivo a su respuesta como algo disperso y casual, sino como la manifestación tortuosa que le permite colocar en la disertación un juicio de causalidad. El emisor, investido de la aureola del Poder, consuma un acto de incitación al odio hacia los inmigrantes, a quienes, sin prueba alguna, considera “causa directa” de los actos de violencia.
 
Los actos verbales de odio pueden ser más o menos implícitos, como el anterior, o explícitos, como cuando se dice que la forma de vida de los inmigrantes provoca contagios por Covid. Son asaltos a la razón, distorsiones de la lógica y la intuición, propaganda construida y expresiones alevosas que agreden a colectivos e individuos.

LIBERTAD DE EXPRESIÓN

Otro rasgo degenerativo de los actos verbales de odio es que son dispersivos, contagiosos y emocionalmente efectivos, y por lo tanto, intrínsecamente discriminadores y deshumanizadores ya que “el “otro”, el aludido genéricamente, pasa a ser solo una masa impersonal. Agregamos a todo esto que se han diseñado experimentos para saber si las palabras podrían ser suficientes para activar “simulaciones” en los sistemas neuronales motrices y emocionales, y según los resultados, escuchar expresiones de odio predispone nuestro cerebro a cometer también actos de odio.

Todo esto es muy interesante, pero no solo es extrapolar una correlación experimental en una relación de causalidad y en una mera explicación. Lo que hay que observar y sobre lo que hay que reflexionar, es la creciente disposición cognitiva a dar el rol de conceptualizaciones a las generalizaciones más simples. Para prevenirnos hay que verificar si se corresponden con nuestros estereotipos y nuestros sesgos. Debe medirse la influencia de los grupos sociales con los que se convive y revisar la tendencia instintiva a sustentar nuestras observaciones en pruebas y en datos inconsistentes, ya que lo contrario configura la disposición a autoengañarnos, trasegando y asimilando las deformaciones que potencian exponencialmente ciertos medios de comunicación y, por supuesto, las redes sociales.



Ahora bien, al aludir lo inherente a los medios de comunicación y el inefable mundo de las redes sociales cabe enfocar lo atinente a los límites razonables a la libertad de expresión e información. En ese nivel de la problemática que nos ocupa, es posible distinguir dos modelos. El norteamericano, sostenido por una intensa defensa de los alcances de la libertad de expresión, anclada en la Primera Enmienda de su Constitución. A partir de ella, la exegesis interpretativa desarrolla estándares muy rigurosos para permitir alguna clase de restricción. En cambio la experiencia europea, en mayor o menor medida, se basa en la protección de la dignidad humana como valor fundante del orden constitucional, lo cual habilita determinados límites a la libertad de expresión.

Vemos entonces que la jurisprudencia de la Corte Suprema de los EE.UU. crea un ámbito de protección basado en la libertad de expresión e información, incluso ante manifestaciones provocadoras, pudiendo ser sancionadas solo aquellas que tengan una intención manifiesta de incitar a la violencia, y además, sean idóneas para construir conductas que representen un peligro cierto e inminente de concreción dañosa. Como contraste, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos le otorgó un contenido específico al discurso de odio, diferenciándolo de aquellas conductas encuadradas en el ámbito de la incitación a la violencia. Por ello, ha asentado que “la incitación al odio no requiere necesariamente del llamamiento a tal o cual acto de violencia ni a otro acto delictivo…”. El modelo europeo, distingue entre el discurso intolerante (que se subsume en la protección emergente de la libertad de expresión) y el discurso de odio el cual es sancionable penal, civil o administrativamente.

TIPOLOGÍAS DISCURSIVAS

Existen también tipologías discursivas que pareciesen solaparse. Nos referimos con ello a los puntos de “vecindad” conceptual entre el discurso de odio y el discurso negacionista. Este último es definido como el discurso manifestado por personas o grupos de personas que por motivos ideológicos concretos y valiéndose de discutibles metodologías académicas pseudocientíficas, pretenden negar o justificar graves genocidios u otros crímenes contra la humanidad, siendo el movimiento del negacionismo del Holocausto el más estructurado, lo cual motivó a países tales como Alemania, Austria y Bélgica a penalizarlo.

En este momento, el debate público sobre la libertad de expresión y el discurso de odio ofrece referencias constitucionales, convencionales y legales que habilitan un marco deliberativo razonable, destierra los temores de la trampa autoritaria y evita que algunos “defensores de la libertad de expresión” caigan en el ridículo oxímoron de negarse al intercambio argumental, so pena de proteger la posibilidad de expresarnos.

Por último, hemos de señalar que en el mundo postmoderno, si bien la expansión del conocimiento ha propiciado la frecuencia y la virulencia de los discursos de odio, el arraigamiento progresivo de la legalidad democrática ha estimulado marcos normativos para combatirlos y penalizarlos, aún dentro de bemoles, matices y circunstancias.
 
Por último, es impostergable precisar la necesidad de una auténtica vocación democrática para avanzar progresivamente hacia mecanismos realmente efectivos para combatir la cultura del odio. Ya no solo son individuales las prácticas de odio y estamos presenciando la vergüenza de ver como en buena parte de la geografía planetaria existen regímenes supuestamente democráticos pero en los que realmente opera una colusión de entre las ramas del Estado, dando al discurso de odio el nivel de letra oficial tanto en la retórica diaria como en leyes, sentencias y actos de gobierno.


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