Por: Jerome Roos
La nuestra es claramente una época de convulsiones. Mientras la guerra causa estragos en Europa y el mundo calcula el costo de la pandemia más mortífera de la memoria reciente, en el planeta reina un funesto estado de ánimo. Tras varios años de agitación económica, malestar social e inestabilidad política, se tiene la sensación general de que el mundo ha quedado a la deriva, como un barco sin timón en medio de una terrible tormenta.
Y con motivo. La humanidad se enfrenta ahora a una confluencia de desafíos sin parangón en su historia. El cambio climático está alterando rápidamente las condiciones de vida en nuestro planeta. Las tensiones en torno a Ucrania y Taiwán han reavivado el fantasma de un conflicto entre superpotencias nucleares. Y el vertiginoso ritmo de los avances en la inteligencia artificial está suscitando
serias preocupaciones sobre los riesgos de una calamidad mundial inducido por la IA.
Esta situación inquietante exige nuevas perspectivas para dar sentido a un mundo que cambia con rapidez y averiguar adónde podríamos estar dirigiéndonos. En cambio, se nos presentan dos versiones ya conocidas, pero muy distintas, del futuro: un relato catastrofista, que ve el apocalipsis en todas partes, y un relato sobre el progreso, que sostiene que este es el mejor de los mundos posibles. Ambos puntos de vista son igual de contundentes en sus afirmaciones, e igual de engañosos en sus análisis. Lo cierto es que ninguno de nosotros podemos saber realmente hacia dónde van las cosas. La crisis de nuestro tiempo ha dejado el futuro abierto.
Los catastrofistas discreparían, probablemente. Desde su punto de vista, la humanidad se encuentra hoy en vísperas de unos cambios cataclísmicos que culminarán inevitablemente en el colapso de la civilización moderna y el fin del mundo tal y como lo conocemos. Es una opinión reflejada en el creciente número de preparacionistas, búnkeres multimillonarios y series de televisión postapocalípticas. Aunque pueda ser tentador despachar estos fenómenos culturales como algo fundamentalmente indigno de ser tomado en serio, reflejan un importante aspecto del espíritu de la época, y revelan preocupaciones muy arraigadas sobre la fragilidad del orden existente.
Hoy en día, estos temores ya no se pueden circunscribir a un sector marginal de fanáticos armados y supervivencialistas. La incesante avalancha de crisis sísmicas, con inundaciones repentinas e incendios forestales como telón de fondo, ha ido empujando el sentimiento apocalíptico hacia la corriente general. Cuando incluso el secretario general de las Naciones Unidas
advierte de que la subida del nivel del mar podría desencadenar
“un éxodo de proporciones bíblicas”, es difícil mantenerse optimista sobre el estado del mundo. Una
encuesta reveló que más de la mitad de los adultos jóvenes creen hoy que “la humanidad está condenada” y que “el futuro es aterrador”.
Al mismo tiempo, en los últimos años también ha resurgido un tipo de relato muy distinto. Ejemplificado por una serie de libros superventas y charlas TED virales, este punto de vista tiende a restar importancia a los desafíos que tenemos ante nosotros y, en su lugar, insiste en la inexorable marcha del progreso humano. Si a los catastrofistas les preocupa constantemente que las cosas estén a punto de empeorar, los profetas del progreso sostienen que las cosas solo han mejorado, y que es probable que así siga siendo en el futuro.
El escenario panglosiano que pintan estos nuevos optimistas atrae de forma natural a los defensores del statu quo. Si las cosas van realmente a mejor, es obvio que no es necesario un cambio transformador para confrontar los problemas más acuciantes de nuestro tiempo. Mientras nos atengamos al guion y mantengamos la fe en las cualidades redentoras del ingenio humano y la innovación tecnológica, todos nuestros problemas acabarán por resolverse solos.
Estas dos posturas parecen, a primera vista, diametralmente opuestas, pero en realidad son dos caras de la misma moneda. En ambas se destaca un conjunto de tendencias sobre otro. Los optimistas, por ejemplo, suelen señalar
estadísticas engañosas sobre la reducción de la pobreza como prueba de que el mundo se está convirtiendo en un lugar mejor. Los pesimistas, en cambio, tienden a quedarse con las peores hipótesis sobre un colapso climático o financiero y presentan estas posibilidades reales como hechos inevitables.
Es fácil comprender el atractivo de estas historias sesgadas. En cuanto seres humanos, preferimos imponer un relato claro y lineal a una realidad caótica e impredecible; la ambigüedad y la contradicción son mucho más difíciles de soportar. Sin embargo, este énfasis selectivo da lugar a explicaciones del mundo fundamentalmente viciadas. Para comprender de verdad la compleja naturaleza de nuestra época actual, necesitamos en primer lugar aceptar su aspecto más atemorizante: su carácter fundamentalmente indeterminado. Es esta incertidumbre radical —no saber dónde estamos ni qué nos espera— lo que da lugar a esa ansiedad existencial.
Los antropólogos tienen una palabra para este perturbador tipo de experiencia: liminaridad. Parece muy técnico, pero capta un aspecto esencial de la condición humana. La liminaridad — término derivado de umbral en latín— significaba en su origen la desorientación que se siente durante un rito de paso. En un ritual tradicional con motivo de la mayoría de edad, por ejemplo, señala el momento en que el adolescente ya no es considerado un niño, pero tampoco es reconocido como adulto: está a medio camino, ni aquí, ni allá. Pregúntale a cualquier adolescente: vivir en ese estado de suspensión puede ser muy desconcertante.
Nos encontramos en medio de una dolorosa transición, en una especie de interregno, como lo llamó el teórico político italiano Antonio Gramsci: entre un viejo mundo que agoniza y uno nuevo que lucha por nacer. Esos cambios de era están inevitablemente plagados de peligros. Sin embargo, a pesar de todo su potencial destructivo, también están llenos de posibilidades. Como
señaló una vez Jacob Burckhardt, el historiador del siglo XIX, las grandes turbulencias de la historia mundial se pueden ver del mismo modo
“como auténticos síntomas de vitalidad” que “desbrozan la tierra” de ideas desacreditadas e instituciones decadentes. “La crisis debe considerarse un nuevo eje de crecimiento”, escribió.
Una vez que aceptamos esta naturaleza bifronte de nuestra época, a un tiempo aterradora y generativa, surge una visión muy distinta del futuro. Ya no concebimos la historia como una línea recta que tiende, o bien hacia arriba, hacia una mejora gradual, o bien hacia abajo, hacia un inevitable colapso. Más bien, vemos fases de relativa calma salpicadas de vez en cuando por periodos de gran agitación. Estas crisis pueden ser devastadoras, pero también son los motores de la historia. El progreso y la catástrofe, esos opuestos binarios, en realidad están unidos por la cadera. Juntos, participan en una interminable danza de destrucción creativa, abriendo siempre nuevos caminos y entrando en espirales hacia lo desconocido.
Nuestra época de turbulencias podría dar lugar a alguna
catástrofe mundial, o incluso al colapso de la civilización moderna, pero también brindar posibilidades para el cambio transformador. Ya podemos ver estas dinámicas contradictorias a nuestro alrededor. Una pandemia que mató a millones de personas y estuvo a punto de causar el colapso económico también ha empoderado a los trabajadores y disparado el gasto público en el desarrollo de vacunas, que pronto podrían darnos una cura para el cáncer. Asimismo, una gran guerra territorial europea que ha arrancado a millones de personas de sus hogares y desencadenado una crisis energética mundial está acelerando inadvertidamente el cambio hacia las energías renovables, lo que nos ayuda a combatir el cambio climático.
Las soluciones que buscamos hoy —sobre la paz mundial, la transición hacia las energías limpias y la regulación de la IA— llegarán algún día a constituir la base de un nuevo orden mundial. Es imposible predecir adónde nos llevarán estos acontecimientos, claro está. Lo único que sabemos es que nuestro rito de paso civilizacional nos abre una puerta al futuro. De nosotros depende cruzarla.
The New York Times