El alegre ambiente hogareño de las Navidades criollas de antaño, culminaba el veinticuatro alrededor de la mesa y sus suculencias gastronómicas.
San Nicolás vs. el niño Jesús
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Por Eleazar López Contreras

Cuya estrella era —y sigue siendo— la hallaca desde los años veinte acompañada del pavo relleno. Lo del arbolito vino después, pero primero figuraba el pesebre en las salas de las casas, cuyo montaje era todo un acontecimiento para la chiquillería de 1900. A mediados de diciembre empezaban los muchachos a sembrar en almácigos de laticas de sardina, el maíz y el alpiste para los nacimientos.
 
A la recolección de “barba de palo” y palmitas en Catuche, se le sumaban las donaciones que los complacientes comerciantes les daban de musgo y velitas de colores. Las muchachas confeccionaban las casitas y las figuritas con sus ovejitas, que hacían con moticas de algodón y paticas de fósforos suecos, que eran de madera con la cabecita negra.
 
Los nacimientos eran colocados en el comedor o en la sala, sobre parapetos de cajas, tabla y cartón, forrados con trapos de coleta, según el tamaño y los desniveles planificados. Las gruesas bolsas de papel donde venía empaquetado el cemento se cortaban para que imitaran la tierra, los valles y colinas y demás accidentes topográficos del Pesebre. Todo eso se pintaba de verde o de marrón tierra, con anilinas compradas en la botica (que entonces no se llamaba farmacia). Después de pasar un engrudo por el reverso de los papeles o coleta, se les daba forma ahuecándolos y rellenándolos con viejos periódicos arrugados, hasta lograr ciertos volúmenes para simular colinas, cruces de ríos, pozos, explanadas, cuevas, etc. Al día siguiente, una vez secos y endurecido el material se colocaban sobre la base. Entonces se distribuía la instalación electricidad para colocar los bombillitos y los reflectores.
 
En los nacimientos de tras antaño, cuando no había luz eléctrica, se usaban velitas de todos los colores, que se encendían breves minutos para indicar que el Niño Jesús había nacido, lo cual provocaba la algarabía. A la estructura, terminada, se le agregaban potes de matas y los conucos se fingían con las laticas de maíz y alpiste, ya crecidos. Los laguitos podían ser espejitos y los riachuelos sugeridos por cintas de papel celofán que traían algunas cajas de golosinas. Diminutos pedacitos de vidrio aparentaban piedras y el fino aluminio y papelitos de celofán que traían los chocolates y galletas finas, picados en trocitos, eran luego esparcidos por todo el Nacimiento para que le dieran color y brillo al conjunto.
 
Las imágenes de fina cerámica, de la Virgen, San José, el Niño Jesús, la mula, el buey, El Ángel Anunciador, los tres reyes magos, etc. venían de España. El veinticuatro estaba todo listo, tanto para los expectantes niños que solo pensaban en lo que les traería el Niño Jesús (en esos tiempos: patines, muñecas de loza o muñecos de cerámica), como para la gran cena de los mayores, que era cuando en la casa irrumpían los músicos con el cuatro, la pandereta y el furruco, cantando cosas como: Debajo de esta lumbre/y este gran portón/vamos a formar/nuestro parrandón. Los preparativos para la Navidad comenzaban a mediados de noviembre, que era cuando se componían los aguinaldos y se hacían los primeros ensayos para cantarlos; unos dedicados al Niño y otros a la parranda.
 
Algunos hablaban de asuntos pastorales y otros sobre asuntos más terrenales, haciendo alusión a la parranda. Los primeros mencionaban a Belén, por ejemplo, mientras que los segundos podían decir: El señor (fulano)/como es tan decente/nos obsequiará/un buen aguardiente. Está demás decir que los segundos eran de la preferencia de los cañoneros, quienes siempre estaban a la caza de una ocasión para echarse sus lamparazos gratis. El arbolito y San Nicolás eran conocidos en los tiempos de la Independencia, tal vez traídos por la Legión Británica; pero, como país católico, el símbolo de la Navidad era el pesebre, y así se mantuvo durante muchos años, como en todo el mundo apostólico y romano, aunque, en algún momento, José García de la Concha propuso que el arbolito fuese sustituido por una matica de café con una estrella en la punta.
 
En los años cuarenta se mantenía el pesebre como lo más importante de la parafernalia decorativa de la Navidad en Caracas. Desde 1927 hasta 1936, en la casa de Evaristo Velazco Jaime funcionó el famoso nacimiento mecánico en miniatura de Catia; de allí el nombre de la esquina de El Nacimiento. En 1948, montaron uno, inmenso, en El Conde, también mecánico. En cuanto a mensajes cristianos, ahora no puede verse un letrero de los viejos, como los que decían: Gloria a Dios en los cielos y paz a los hombres de buena voluntad, sino otro, bastante escueto — si bien, contundente y directo al punto— que apenas dice: Merry Christmas. Y si de música se trata, nada de Adestes Fidelis o Noche de Paz, sino una sonora gaita tocada a todo volumen, tanto en las casas como en las tiendas, pues sería un verdadero milagro que en alguna zapatería de Bulevar de Sabana Grande o, si a ver vamos, en cualquier otro comercio tocaran el Mesías de Handel en lugar de una sonora y estridente gaita (ahora sustituida por ensordecedoras grabaciones de rap).
 
Los primeros pinos artificiales los vendió en Caracas Sear’s Roebuck en 1950. Pero, ya en los cuarenta, a través de su tienda La Canadiense (en el centro de Caracas), Eduardo Antonini trajo un lote de pinos canadienses que causaron sensación, que fue cuando comenzó la costumbre de importarlos todos los años. A comienzos del siglo 16, los Protestantes de la Reforma adoptaron el árbol adornado, en lugar del “nacimiento”. Esa costumbre la trajeron los alemanes de la Colonia Tovar. Los que siguieron sus pasos a Venezuela, sobre todo en los primeros tiempos de Guzmán Blanco, hicieron lo mismo, tal como sus colegas comerciantes ingleses y norteamericanos; éstos últimos, a partir de la presencia del petróleo en Venezuela, desde, más o menos, 1922. Entonces se imponían el cine, el one-step, el charleston y los cocteles, porque la gente estaba abierta para las innovaciones.
El caricaturista Leoncio Martínez “Leo”, que había residido en Puerto Rico después de 1910, donde se había familiarizado con el arbolito y Santa Claus, comenzó a incluirlos en sus populares dibujos. En ese momento comenzaron a conocerse esas figuras que hoy día son consustanciales con la Navidad criolla.
También trajeron la idea de Santa Claus y el arbolito, los venezolanos que emigraron a Estados Unidos, a partir de los años veinte, así como los exiliados del gomecismo que conocieron en el exterior a esos populares símbolos de la Navidad en otros países. Nicolás era un oscuro obispo de Myra (Turquía) que era muy generoso con los niños. Su muerte acaeció en el año de 343. Siglos después (en el año 1087), se trasladaron sus restos a Bari, Italia, donde fue canonizado.
 
Tres siglos más tarde (entre los siglos 13 y 16), el generoso santo “repartía” obsequios y juguetes las noches del 5 y 6 de diciembre, cuando era representado con barba blanca y vestimenta religiosa, acompañado de un animal de carga. Los holandeses, que eran muy devotos de San Nicolás, lo llevaron a Nueva Ámsterdam (la futura Nueva York) donde el nombre se transformó de Sinterklaas en Santa Klaus. En su satírica historia de Nueva York (sobre los holandeses), el escritor Washington Irving despojó al Santo de su vestimenta clerical y lo transformó en un personaje “amistoso, alegre, bonachón y generoso”. Los rasgos definitivos fueron aportados en 1823 por el poema Relación de una visita de San Nicolás, de Clement C. Moore, quien introdujo el trineo tirado por renos, las medias colgadas de las chimeneas, la jovialidad (“jo, jo, jo”) y la barriga prominente.
 
El toque final se lo imprimió el dibujante Thomas Nast en la revista Harper´s Bazaar, en el que estableció el Polo Norte como su lugar de residencia y el rojo como el color de su vestimenta; pero el aspecto actual y definitivo se lo dio la Coca Cola en su campaña publicitaria de 1931. La “remodelación” de la figura creada por Nast le fue encomendada al dibujante Abdón Sundblom, quien lo hizo más alto y gordo, con rostro dulce y bonachón, reafirmando los colores del traje (rojo con ribetes blancos), que eran los mismos del popular refresco. Desde entonces, el colorido Santa Claus o Santa, se aparece sigilosamente cada Nochebuena en el Norte, a dejar sus regalos.

Eso mismo hace aquí el Niño Jesús, que no es tan pintoresco ni cuenta con la misma parafernalia, infraestructura y recursos con la que cuenta del opulento San Nicolás. Como se sabe aquél nació pobre y nada justifica que ande repartiendo regalos por doquier, como no sean buenos deseos y bendiciones, si bien su presencia en Navidad es importante para todos. Algo de esto intuyen los niños que — viveza de por medio— buscan al bonachón San Nicolás para retratarse con él, y no con el del burrito, los reyes y el pesebre. Es un hecho que hasta los más pequeños y menos conscientes, más bien se achicopalarían y se irían en lágrimas, asustados, si les tocara retratarse al lado de algún pajarote de pecho peludo que osara aparecerse en algún centro comercial, disfrazado de Niño Jesús.

En el fondo, los pequeñines tienen razón pues, a pesar de serles inculcados mitos como el del pequeño Jesús trayendo regalos — que es similar al del ratoncito que se lleva los dientes de leche y, por cada uno, deja unas monedas bajo la almohada—, la ubicuidad del Niño Dios (sin transporte visible) no tiene asidero, como tampoco tiene base su injustificable generosidad, la cual luce incompatible con alguien que nació tan pobre. El cuestionamiento a su existencia es producto de la precoz intuición infantil de los niños que, aunque aceptan sus regalos en aquiescente silencio, no dejan de sospechar que quien realmente se los pone debajo del arbolito, cada Nochebuena, ni siquiera es San Nicolás sino “el Niño-Papá”.



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