Misión Leña o de cómo la jardinería es poda no oda
En Caracas el verde está en rojo
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Por Faitha Nahmens Larrazábal


El título de la novela de Alejandro Casona, Los árboles mueren de pie, parece homenajear la dignidad de estos guapos verticales que, según estudios suscritos por científicos —no solo fanáticos de la cuarta hoja del trébol—, se conectan bajo tierra entre ellos y se envían mensajes de raíz a raíz —como impulsos eléctricos—, para ponerse de acuerdo y exudar en coro ciertas sustancias que los puedan salvar, por ejemplo, si son abrasados por el fuego cuando lleguen la llamas del incendio que presienten. Que detectan.

Los nogales, que se creían extintos en el país, y oh sorpresa aparecieron en bosques del sureste caraqueño, crecen lento, muy lento, por el esfuerzo que tienen que hacer para mantenerse vivos y cuidarse de los insectos que intenten devorarlos: por eso expiden jugos tóxicos seguramente de perfumes terribles que perciben a leguas los bichos que, espantados, salen volando, y desisten de comérselos. Asombra la astucia que tienen, pues, y su generosidad: que no se muevan, que solo bailen con la brisa, no significa que los árboles no hagan nada. Además de que producen frutas, flores, sombra, y son la solución habitacional de tantos pájaros, uno solo da el oxígeno con el que respiran 23 humanos. Con todo, lo que saben y lo que dan, lo están pasando mal.

La pregunta es ¿Cómo podrían defenderse de los macheteros que a diestra y siniestra los decapitan en Caracas? (también en Maracay, la ciudad jardín, y ni se diga en el Arco Minero donde se secan afluentes, todo se seca). ¿Qué insoportable aroma o sustancia irritante podrían despedir con la cual amedrentar a los taladores que a troche y moche los dejan asimétricos, rotos, los muñones abiertos sin mucha posibilidad de una sana cicatrización, heridos de muerte en las aceras de la ciudad? ¿Qué extraño sortilegio los reduce aquí, ciudad con vocación de verde, a mero decorado y presencia prescindible cuando en otros lugares del mundo, en tiempos de recalentamiento global, se aprueban leyes a favor de los derechos de la naturaleza, los que tienen los ríos, los animales y, claro, los árboles?

No, no oyen los carniceros de leña el cuchicheo fraterno de sus hojas que sí escuchó Eugenio Montejo; pobres, seguro suspiran quedito los que, destrozados hasta casi la raíz, o convertidos en lonjas dejadas en la mitad del camino, ven el reguero de partes suyas: troncos troceados y montañas de follaje conseguidos con la tenacidad de las sierras, para ganancia de los jacksdestripadores de jabillos, pilones, bucares, apamates, acacias que se fajan día a día contra las especies despojadas, zas, de sus brazos. Circulan fotografías de árboles tasajeados por la espalda, del lado que da al muro de una casa, inestables y debilitadas, qué pena, tal vez para que sus hojas no ensucien el jardín interior.

Objetivo continuo y tenaz que reduce a estorbo en la calzada a estos seres de otrora troncos erguidos o flexibles, frondosos o copetones, y sí plagados de guatepajarito y tiña, los árboles a los que debemos solícito amor —ellos balbucearán ¡solicito amor!— requieren cuidadosa atención, más que las talas que los desahucian. Se necesitan paisajistas y jardineros que sepan qué especies sembrar a tantos metros sobre el nivel del mar, cuáles cerca y cuáles más lejos entre sí a la hora de que crezcan sin que uno se encime sobre el otro o dificulte el de fronda mayor el desarrollo del más pequeño, y entiendan la importancia de sacar de raíz los que han muerto y a cuánta distancia sembrar el sustituto, nunca en el mismo espacio del que ha sido extraído del ya gastado suelo. Producen escalofríos las siluetas desgarbadas a machetazos convertidos en filosos bouquets de estilo punk. ¿Por qué un árbol debería parecerse a un poodle? ¿Por qué un poodle debería copiar el peinado de Grace Jones? (¿por qué humanizar la apariencia vegetal y animal?).

La tenacidad con que desaparecen los árboles ¿todos enfermos e irrecuperables? nos hacen recordar a aquel burguemaestre José Francisco de Cañas y Merino que en abril de 1714 mandó talar todos los árboles frutales de Caracas convencido de que producían enfermedades. O de que tanta clorofila podía hincharnos el pecho e inflar pecaminosamente los descotes. Lamentablemente, tal desdén ha persistido. Arrancamos mijaos por un quítame estas pajas o ramas: porque incomodan en las esquinas o cruces de transitadas transversales el acceso de los carros a los estacionamientos de los comercios. La condición portátil del país a estas alturas es obsoleta.

Y siguen sin ser repuestos los bambúes (fuentes de agua) en ese túnel verde que enlazaba el Country Club con Chacaíto. Y desaparecen los árboles de mangos temiendo que alguien encaramándose para arrancar el fruto salte al otro lado del muro para robar, verbigracia frente al Canal 8; no parece bastar el muro con tope de serpentinas eléctricas. Pocos años atrás fue noticia en el mundo la superproducción de este fruto y cómo los caraqueños estábamos encaramados en todos los de la ciudad saciando el hambre. El miedo a los trepadores hizo su trabajo. Así como hay 50 árboles menos en el Bulevar de El Cafetal —contar los muñones— o en la Universidad Central los jardineros la emprenden contra las especies, cual samuráis antifloresta, los mangos son cada vez menos. O será que este árbol encierra en su nombre un mensaje cifrado que molesta a los enemigos de la libertad, man-go: que se vaya el hombre.

Luego que las urbanizaciones trajeron asfalto, se hizo ley que sembráramos 8 plantas por cada árbol caído, la verdad es que hacemos leña. Ahora mismo convoca Tototepuy a siembras y jornadas para asumir lo verde con consciencia, mientras en la parroquia San Pedro, también como contrapartida, gentes amorosas sostienen con denuedo un vivero y semillero en la comunidad, luego del trauma que significó la eliminación de casi 200 árboles a favor de la prolongación de la autopista de El Valle, sus pilares clavados sobre el Guaire sin pizca de sentido estético y ecológico, los carros tan a la mano, como nueva vista de las ventanas de los edificios. También se reforesta el Jardín Botánico gracias al compromiso inquebrantable del cirujano Mauricio Krivoy que defiende a capa y espada este pulmón caraqueño cuya —amenazada— variedad de especies, entre otros requisitos estéticos y científicos, lo convirtió en patrimonio mundial en 1958.

La falta de agua nos lleva a la sequía y la falta de gas nos devuelve a la quema. El problema es que todos nos estamos cocinando. El recalentamiento global no es un rumor. En 10 años, el planeta perdió 945.345 kilómetros cuadrados de bosques, un poco más de la extensión de Venezuela. O sea, cada minuto, el planeta pierde algo así como 40 canchas de fútbol. Se le llama a este itinerario ¿hoja de vida? ¡Pues necesitamos a las verdaderas produciendo clorofila! Sin verde no tendremos ni el peor currículo. “No entendemos el desdén, ni vemos el más mínimo asomo de intención de cuido en estas razzias, por ninguna parte se percibe algún beneficio”, sostiene con pesar la paisajista Diana Henríquez, socia de John Sttodart, quien a su vez fuera socio de Burle Marx en el diseño del Parque del Este. “Salvar los árboles enfermos es mucho más caro que talarlos, implica ceder espacio muchas veces privados, mover tuberías, reconstruir aceras y calles, lo cual es difícil pero no imposible ¿o sí? ¿pienso acaso en una utopía? ¿lo es preservar la vida?”, dice la paisajista Raquel Scharffenorth.

Londres anunció que se convertirá en la ciudad más verde del planeta y aprobó un plan de siembra afanosa que implica techos verdes, balcones verdes, aceras verdes, casas verdes (bien por Vargas Llosa). En la ciudad donde brota la vida de una ranura de asfalto se desaprovecha esa adorable tendencia y se opta por el hachazo como plan oficial (o sombra junguiana). Gracias a la cantidad de grupos y colectivos buenos organizados, este deshojar la ciudad, es denuncia. Muchos amadores del verde alzan su voz y defienden esta fijación suicida de aniquilar árboles —que no tienen que morir ya de pie— y sí ser respetados. Pero, por otro lado, que ese sembrar no sea una ocurrencia sin ton ni son, arbitraria: la siembra de palmeras datileras tan costosas donde sea que quepan y porque sí parece una boutade. U otro negocio. Como también que en la ciudad del clima perfecto se coloquen a lo largo de la Francisco, rebautizada Guaicaipuro, palmeras pero metálicas, de utilería, que, ay, atraerán más calor. Un contrasentido. Leña al fuego.

Silvia Burés, en España, escribe sobre la conexión etimológica entre las palabras puta y poda, y se pregunta si no será que en vez de putare, o sea, podar, se putean los árboles con estos cortes innecesarios, imposibles, criminales, que no eliminan los patógenos sino la vida toda de un ser indispensable. No es cortar por lo sano, es cortar para cercenar. Pero los árboles tienen dolientes y así como se arma un espacio de plántulas donde hubo un galpón industrial —proyecto de Fundación Espacio, María Isabel Peña, Franco Micucci, Aliz Mena—, aplaudimos a Ana Cecilia Pereira Berti, de Ciudad Laboratorio, que se plantó al lado de señor árbol de raíces extrovertidas en Chuao para salvarlo hasta que logró ahuyentar a los macheteros. Gracias, Ciudad Ana, de parte de las guacamayas, de los pericos y de las 450 especies de aves caraqueñas. “Que si quieres seguir oyendo su canto no las enjaules, deja más bien de cortar árboles”, aconseja Henrique Lazo en tuiter.

Lo que hay que cortar de raíz es otra cosa. La corrupción, la mandonería, el desdén institucional, la ignorancia de las formas democráticas, la desesperanza. Esta sí es una tronco de empresa. Podemos, de poder no de podar, irnos por las ramas.
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